Para empezar, quiero decir que no soy escritor, aunque debo confesar que me gusta escribir. Por eso tal vez la composición de esta, mi historia en Hortaleza, no sea muy profesional. Incluso, algunos puntos o comas estén fuera de su sitio. Solo me mueve la ilusión de contarla y creo que ésta es una buena ocasión ya que la misma formó también una insignificante parte de la historia de Hortaleza durante un tiempo determinado. Todos los que viven, o hemos vivido en este “pueblo”, somos historia del mismo aunque no hayamos destacado en ningún campo relevante, solo de forma anónima. La vida está llena de esas pequeñísimas historias formando un conjunto compacto del que solo después se destacan los hechos más importantes. Pero cada uno de nosotros somos protagonistas de la nuestra, y eso nadie nos lo puede quitar.

Como me siento de este barrio a pesar de no vivir aquí desde hace muchos años, trato de estar periódicamente informado de los acontecimientos que hay en él a través de las redes sociales, o en internet. También me gusta venir y pasear por las calles del casco antiguo recordando tiempos pasados. Por desgracia no lo hago todo lo que me gustaría, aunque debo reconocer que es por dejadez, lo confieso, a pesar de estar ya jubilado.

Por casualidad y con tiempo suficiente para escribir, me he enterado de este Certamen de Historia Juan Carlos Aragoneses. No sé si esto que voy a contar aportará lo que se espera de un evento así porque ya lo conozcáis. Pero sí os puedo decir que la mía es una historia verdadera, y los únicos datos que voy a aportar están en mi cabeza, solo tendré que esforzarme para recordar nombres, aunque también puedo fallar en alguno. La memoria a ciertas edades no tiene toda la capacidad que se puede esperar de ella. Estas vivencias, por muy irrelevantes que sean, no deben quedar en el olvido porque son historia de Hortaleza. Como no sé si alguien lo ha escrito antes, y tampoco quiero enterarme, hoy voy a hacerlo yo. Seguro que habrá historias mucho más interesantes que la mía, pero puedo asegurar que el contenido de la misma no estará viciado, porque va a carecer de influencia exterior alguna. Lo que voy a escribir a continuación está archivado solo en mi memoria. Todavía tengo familia en el barrio, mis hermanas y sobrinos. Pero ellos no saben que voy a participar en éste certamen, así será como yo quiero, una historia con una única fuente, mis recuerdos.

Mis padres, como tantos españoles durante los años cuarenta, tuvieron que emigrar de su pueblo buscando una vida mejor para su familia. El de ellos está en la provincia de Cuenca. Su destino fue Hortaleza. Cuando llegaron, el 30 de mayo de 1947 mi madre ya venía embarazada de mí. Yo nací cinco meses después, pero no en Hortaleza sino en la ya desaparecida Casa de la Madre, que estaba situada en la calle Goya. A los pocos días de mi nacimiento me llevaron a la que sería nuestra casa, que estaba situada en el barrio del Cristo de la Salud, cerca del cementerio y la ermita del mismo nombre, donde ahora se encuentra una parte de la urbanización Colombia. Concretamente la casa estaba situada entre las ahora calles de Manizales y Cucuta a la altura de Guapotá.

El día que murió mi madre, la primera persona que apareció en mi casa ofreciendo su ayuda fue la señora Lázara, abuela de Luis Aragonés

La gente de Hortaleza era muy acogedora. Yo creo que eso lo llevamos todos los madrileños en el ADN. A mis padres les recibieron con cariño. Un matrimonio joven, con tres hijos y ella embarazada del cuarto, tenían suficientes motivos para serlo. Tanto mi padre como mi madre eran personas muy abiertas y enseguida hicieron buenas amistades. Yo vagamente lo recuerdo, pero mi padre me lo confirmó después. El día que murió mi madre (25 de enero de 1953) la primera persona que apareció en mi casa ofreciendo su ayuda fue la señora Lázara, abuela de Luis Aragonés, con ella otras personas de Hortaleza y vecinos del barrio aportaron su solidaridad para consolarnos en esa terrible tragedia. La señora Láazara y el señor Félix, su marido, tenían una tienda de comestibles en la calle Mar de Omán. Junto a ella y unos años después, abrió un bar un hijo suyo que no recuerdo el nombre. Le pusieron “Bar Mari Luz” en honor creo a una de sus hijas, nieta a su vez de la señora Lázara.

Mi primer recuerdo de Hortaleza es ir subido en una camioneta en brazos de mi madre. Asustado porque el habitáculo del motor estaba dentro de la cabina, y además de ruido desprendía mucho calor. Creía que si tocaba la carcasa me podía quemar. Luego con el tiempo supe que la camioneta en cuestión era propiedad de Hipólito Aragonés, “El Poli” como se le solía llamar. Años después, su hijo Luis se hizo muy famoso y llevó el nombre de Hortaleza por todo el mundo, para orgullo de los que somos o nos sentimos de aquí, como todos ya sabéis.

En los años cuarenta y parte de los cincuenta, los únicos medios de transporte que teníamos en Hortaleza eran: la camioneta que ya he dicho, y un taxi que era propiedad del dueño de la finca «Los Tobares», como no sé su nombre, y tampoco quiero hacer uso de documentación exterior, utilizaré el lenguaje que se usaba entonces en el “pueblo”. Se le conocía como el “Tío pequeño”. No sé porque, ya que nunca lo conocí en persona, o eso creo yo, si alguna vez lo vi, no supe que era él. Pido disculpas si vive algún familiar y se ofende por el mote, pero era así como se le conocía popularmente en Hortaleza por aquellos tiempos. Después hubo otros vehículos, el de don Agustín Calvo, el médico, que además de Hortaleza, también vivía en la calle que ahora se llama Navarro Amandi o en la siguiente paralela a ésta, Emilio Rubín, no lo recuerdo bien, porque estuve una vez en ella y tenía solo cinco años, pero estoy seguro que era esa zona. Como es natural venía todos los días a su consulta de Hortaleza que estaba como sabéis en la Plaza de la Iglesia. También recuerdo que León el carnicero tenía un vehículo cerrado a modo de furgoneta, creo recordar que era de color verde oscuro con adornos de madera.

Estos vehículos, cuando se dirigían hacia Madrid o viceversa, el taxi todos los días, y la camioneta cuando lo necesitara, hacían una labor humanitaria (más el camión que el taxi) durante el recorrido hasta “la vía”, que era como llamábamos al cruce de López de Hoyos con Arturo Soria (sería por los raíles del tranvía primero 1 y después 70) recogiendo a todo el que podían, ya que el resto de vecinos hacíamos el recorrido andando. Por desgracia, para la mayor parte de los obreros el trabajo no estaba en nuestro pueblo, y todos los días había que recorrer ese camino andando dos veces, una de ida y otra de vuelta. Algunos más allá todavía, porque antes de llegar el autobús número 9 desde la calle Arlabán a Arturo Soria, si querías ir al centro de Madrid había que coger el tranvía número 40 que paraba en la glorieta que está en el cruce de Alfonso XIII con Costa Rica, e iba hasta la plaza de Barceló. Tenían que bajar por el pinar que hay o había detrás del ahora Hotel Quinta de los Cedros, en la calle Pedro Salinas. El tranvía número uno, tenía un recorrido más periférico, de La Cruz de los Caídos a Plaza de Castilla.

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La parada 10 de la Ciudad Lineal, en el cruce de Arturo Soria con López de Hoyos, en los años sesenta, con el bar La Tierruca al fondo.

VIAJE A LAS CALLES DEL PUEBLO

Hay una cosa que seguro nadie ha hecho, y es, viajando en el tiempo, volver a repetir el camino desde Arturo Soria hasta Hortaleza andando, como en los años cincuenta. Yo lo voy a repetir, porque también lo hice de pequeño más de una vez. Pero esta vez será mentalmente.

Para empezar y antes de partir, nos tomaremos unas bebidas en el kiosco de la María que estaba entre las dos vías del tranvía, justo en ese pequeño parterre que hay ahora dentro de la glorieta a la altura de Vicente Muzas. Después seguimos por la calle López de Hoyos. A la derecha justo donde ahora está la parada del autobús hay una casa que se conserva todavía, allí recuerdo había una panadería junto a otras casas con más comercios. A continuación la zona de la derecha estaba poblada de chalets hasta el comienzo de la carretera de Canillas. Más adelante a la izquierda, el Colegio de Huérfanos de la Marina. Después, un pequeño descampado y detrás de éste más casas. Siguiendo nuestro camino, cuando llegamos donde empieza la carretera de Canillas, a la derecha está el Palacete de Villa Rosa. Si pasábamos por allí de noche en verano, podíamos oír risas y música en sus jardines.

Siguiendo hacia Hortaleza, a la izquierda empezaba el Pinar del Rey. Justo en ese lugar había un kiosco de verano con su terraza de mesas y sillas plegables. Dentro del pinar subiendo la cuesta había dos o tres pozos cubiertos de una construcción abovedada en ladrillo. Culminando la cuesta a la derecha era todo campo, más tarde construyeron unas instalaciones del Canal de Isabel II. Después de una leve bajada, a la derecha también estaba el bar El Pinar y a continuación, el barrio de San Fernando. A la izquierda, el primer campo del futbol del CD Pinar que estaba al aire libre. Mientras veíamos los partidos, comíamos piñones tostados que nos vendía un señor, envasados en pequeños cucuruchos de papel de periódico, con un clavo aplastado en su punta y doblado por la mitad para poder abrirlos. Terminábamos con las manos negras.

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Fotografía en el primer campo de fútbol del Club Pinar, en la que aparece un joven Luis Aragonés.

A continuación del campo de futbol después construyeron la Colonia Velázquez, y la de Pinar del Rey junto a la carretera. A la derecha, después del barrio de San Fernando y de la Colonia Leonesa, dejando un espacio como si ya supieran que por allí pasaría muchos años después la Gran Vía de Hortaleza, se encontraba el comienzo del barrio de las Hormigas. Se extendía con mucha rapidez con su anárquica urbanización, pues no llevaban un orden ni orientación a la hora de construir las casas, y por supuesto sin calles. Luego, una bajada muy pendiente igual que una nueva subida. Arriba a la izquierda, estaría después el famoso bar Los Chicos. A la derecha, más casas del barrio de las Hormigas y un camino que iba a dar al barrio del lavadero para poder acortar el tiempo hasta Hortaleza si no había llovido. La carretera bajaba de nuevo hasta la curva del Hogar, cruzando un arroyo que no recuerdo su nombre, sí que se unía más abajo con el del Quinto. En la curva nos podíamos refrescar en una fuente que había. Subiendo hacia Hortaleza, dejábamos a la izquierda el barrio del Carmen. Y al final de la cuesta llegábamos a nuestro destino.

El siguiente recuerdo que tengo es el característico repiqueteo de las campanas de nuestra bonita iglesia neomudéjar de San Matías. Se encargaba de ejecutarlo el señor Celedonio, marido de la señora Eulogia. Ellos tenían una “cacharrería” en la calle Mar del Japón esquina a Mar Mediterráneo, en un edificio de dos pisos hecho de ladrillo visto. Este hombre era un especialista en el arte de tañer de las campanas, las dominaba como quería. No le gustaba que le vieran hacerlo, como a todos los artistas, pero yo tuve la suerte de presenciar su arte un día a escondidas. Catalina, su hija, era enfermera y no estoy muy seguro pero creo que también comadrona. Nunca he visto a una persona trabajar tanto. Cuantos kilómetros andando habrá hecho esa mujer yendo a las casas a pinchar a los enfermos que no podían asistir a su consulta. Eran muy buenas personas toda la familia. La señora Eulogia siempre nos obsequiaba con una sonrisa cuando pasábamos a comprar a su tienda, y su trato era muy amable.

LAS ESCUELAS

El primer colegio de Hortaleza al que fui estaba situado en la calle Mar Cantábrico, al centro de la calle más o menos, y a la izquierda según subes de la plaza, frente a la casa de un compañero en otro colegio, se llamaba Rafael Ortega. Sé que a ese sitio lo llamaban “el Ayuntamiento”, pero ignoro si ejercía como tal. Solo que en una de sus habitaciones había mesas y sillas con una pizarra donde intentaban enseñarnos las letras. Calculo que yo tendría entonces tres o cuatro años. También había un patio en el que guardaban el carro los barrenderos.

Mi siguiente colegio estaba (y todavía se conserva el edificio) en la calle Mar Amarillo, junto a la carbonería de la José, y la casa de Miguel el cartero que estaba a continuación con su buzón en la fachada. También frente al “pilón” ya desaparecido, estaba la casa y tienda de materiales de construcción de Juan “El Manco”, un hombre muy trabajador. Le recuerdo siempre con su carro volquete de un lado para otro transportando materiales, era incansable, y también una persona excepcional. Seguro que todavía hay alguien que le debe algún favor que le hiciera en su tiempo.

En ese colegio había un grupo de profesores, tres o cuatro, no lo recuerdo bien. Solo puedo hablar de dos, uno se llamaba don Gil, al que mis coetáneos recordarán bien. El otro era don Isaías. Con este último fue con quien más tiempo estudié. Tenía una visión del mundo distinta, tal vez era eso lo que me gustaba de él. Recuerdo siempre una frase suya que me impactó, y ahora puedo comprobar que tenía una gran visión de futuro. La frase en cuestión es: “el día que la raza amarilla despierte, echaos a temblar”. Yo no sé si seria suya, o no, pero a mí se me quedó grabada y siempre la he recordado. Luego de mayor leí que Napoleón dijo algo parecido.

Detrás del colegio estaba el barrio de “La Rusia” con el cuartel de la Guardia Civil y una herrería. Mi colegio ahora forma parte del CEPA de Hortaleza Mar Amarillo. Después fui al colegio Nuestra Señora de la Hoz, pero el que estaba al final de la calle Balaguer, no el que había un poco más adelante en Pinar del Rey, aunque los dos eran del mismo dueño. Es curioso que bastantes años después y precisamente en esa calle vivió el que hoy es mi yerno, que también se siente orgulloso de ser de Hortaleza.

En Canillas había unas cuevas que eran famosas. Algún día nos llevamos más de un susto, porque eran muy profundas

De Canillas recuerdo sus fiestas, no estoy seguro pero creo que eran en septiembre, igual que las de Hortaleza porque no hacía mucho calor y la temperatura era agradable, algún año con tormenta. O tal vez eran en primavera, no estoy seguro. Sí recuerdo delante de la iglesia, abajo a un lado de la carretera, los puestos de dulces, sobre todo esos martillos rojos de caramelo con distintos tamaños. También había una tómbola. Supongo que ya lo sabéis, pero más o menos, en la zona donde ahora está el Palacio de Hielo y el centro comercial, había unas cuevas que eran famosas. Nosotros, mis amigos y yo, con la valentía que te da la ignorancia, cometimos la imprudencia de explorarlas, y algún día nos llevamos más de un susto, porque eran muy profundas.

Unos años después, ya de joven, también en esa zona, en el tramo de la calle Silvano que va desde allí hasta el cementerio de Canillas, tuve la oportunidad de visitar la Plaza Roja de Moscú y una de sus calles principales con tranvía incluido, aunque solo fueran decorados. Os puedo asegurar que el sustituto de la nieve que había en el suelo me daba frio al pisarlo, y no lo hacía meteorológicamente. Los trineos se deslizaban a la perfección. Ya sabéis, allí rodaron varias escenas de la película Doctor Zhivago.

Pero lo que más recuerdo de Canillas es cuando tenía que ir allí con una carretilla y un saco, a la zona más o menos donde ahora se encuentra el barrio Villa Rosa, a comprar carbón. En esa parte del barrio había varias familias que se encargaban de limpiar las calefacciones de algunas zonas de Madrid. Entre los restos de cenizas siempre había trozos de carbón que no se terminaban de quemar. Ellos lo limpiaban y vendían a un precio más barato que en las carbonerías. De allí salíamos cargados con nuestra mercancía por un camino que acortaba el trayecto a Hortaleza. Hasta cruzar el arroyo del Quinto todo iba bien porque era cuesta abajo, pero cuando empezaba la subida hasta el cementerio, había que empujar mucho para llegar a la cima. Lo conseguíamos haciendo eses y así nos costaba menos trabajo aunque el camino fuera más largo. A pesar de nuestra corta edad, éramos más fuertes de lo que parecíamos, y no nos faltaba el ingenio.

En septiembre eran las Fiestas de La Soledad y por ende, las fiestas patronales de Hortaleza. Toda la actividad se concentraba en la plaza donde estaba la fuente de agua de Lozoya, con su farola en el centro, ahora del Doctor Calvo Pérez. También había Misa Mayor y después procesión por las calles del pueblo. Para nosotros los niños, era una ilusión. Disfrutábamos viendo el lanzamiento de cohetes, las cucañas, los encierros de toros que se hacían en la plaza tapando las calles con carros, incluso se achicaba a veces el recinto poniendo una fila de carros en la parte que iba del colegio hasta la bodega, y así había más sitio para verlos. A los toros, los traían con caballos desde Los Cenagales. Alguna vez se escapó uno de ellos y tuvo que solucionarlo la Guardia Civil para evitar un mal mayor. También había baile popular en el rincón de la plaza que estaba entre la farmacia y la fachada del edificio de la bodega. En él, hacíamos el “ganso” los niños para que nos vieran las niñas, y a veces hasta intentábamos bailar con ellas. Más tarde pusieron también atracciones que instalaban en el tramo de la calle Mar Negro que va desde Mar de Kara hasta Mar de las Antillas, porque en aquel tiempo no estaba asfaltada y tampoco era una calle en el sentido de la palabra. Se limitaban a una pequeña noria y unos columpios de barcas. Pero para nosotros era más que suficiente. Lo pasábamos en grande.

Corral de la Friscala

Corrida de toros durante las fiestas de septiembre en el corral de la Friscala de Hortaleza, en los años cincuenta. ARCHIVO JUAN CARLOS ARAGONESES

La plaza del pueblo, ahora del Doctor Calvo Pérez, era muy importante en nuestras vidas. A ella veníamos algunos días de la semana a por agua. Aquí estaba en un principio la única fuente con agua de Lozoya que había en el pueblo. Porque había otras, concretamente yo recuerdo una en la carretera, justo en la “curva del Hogar”, pero no sé si seria de agua de Lozoya o de pozo. Para que la localicen los más jóvenes, estaba exactamente donde confluyen las calles del Mar Caspio con la de Felipe Herranz, ya en el barrio del Carmen. También, la del pozo de la Charca Juana que estaba en el camino de Las Cárcavas, el pilón de la puerta de mi colegio, que no sé de donde venia el agua pero era bastante “gorda” y la fuentecilla.

Continúo con la de la plaza. Provistos unas veces de un aro cuadrado de madera para no hacernos daño en las piernas, y dos cubos de chapa galvanizada o cincada, otras de una carretilla con dos cántaros, íbamos a esa fuente. Los días que tocaba colada teníamos que hacer más viajes. Había una buena tirada desde mi casa a la plaza. Me conocía de memoria cada edificio que había en la calle Mar Mediterráneo. Empezando por la panadería de Jesús, que se hizo famoso, pues salió en el periódico por un atraco que sufrió. Estaba situada al lado del colegio de chicas de la plaza. Un tramo del patio formaba parte de la calle, separado por una valla, mitad de ladrillo y la otra mitad una reja. La casa de teléfonos estaba un poco más adelante. En el lado de la derecha, después de donde vivía la señora Hermenegilda, había un horno dentro de una finca que llamaban La Tahona, donde según me contaron después, mi madre que era muy habilidosa, hacia tartas y brazos de gitano por encargo.

Un poco más adelante, a la derecha, la frutería de la señora Patro, pero la veía cuando cruzaba la calle Mar del Japón, que es donde estaba, y al otro lado la cacharrería de la señora Eulogia. Después, la casa de Canuto el barrendero y Valentina, su mujer. Frente a ella, había una fábrica de armarios de baño, que también fue un taller de mecanizado, no sé cuál de los dos se llamaba Tycosa. Luego, El Pajarón, y por último, el descampado hasta llegar a mi casa. Menos mal que estaba de las primeras que había en el bario del Cristo, y el camino era cuesta abajo. Más tarde pusieron una fuente al final de la calle Mar del Japón, y después otra en la calle Mar de Omán junto a la iglesia. Esta última fue nuestra salvación porque acortaron a la mitad el trayecto de suministro de agua, con el consiguiente ahorro de esfuerzo para nosotros.

LOS AROMAS DEL PUEBLO

Hay una calle en Hortaleza, o mejor dicho dos, porque es el principio de una, y la otra casi al completo, que para mí era la calle de los “aromas”. Digo esto, porque podía ir con los ojos cerrados y saber el punto exacto en el que me encontraba en cada momento, solo utilizando el sentido del olfato. Esas calles son: el principio de Mar Caspio, y Mar de Bering.

Llegados a este punto, quiero recrear mi memoria, y con los ojos cerrados voy a imaginar que subo andando la “cuesta del Hogar”, o Mar Caspio para ser más exacto flanqueada por senda filas de arboles a ambos lados de la misma. Al llegar arriba, a la izquierda, donde empieza el barrio de Orisa, hay unas ruinas de algo que nosotros llamábamos “La Noria”. A mí particularmente me daba miedo acercarme, porque decían que había un pozo, pero en realidad nunca me preocupó enterarme de lo que era, ni su nombre verdadero. Después cruzando la calle que sube hasta la finca de los Tobares, donde ahora está la gasolinera, hay una tapia. Detrás de ella, una cerrajería. Me cuesta recordar el nombre del dueño, pero sí recuerdo a Perico que trabajaba allí y era amigo de mi hermano.

Sigo mi camino. Por la izquierda hay más casas, entre ellas, la de “Cambriles” el barrendero, más abajo la zapatería de Tomás, y en ese mismo sitio está el domicilio de mi amigo Julio: su padre es policía, y su madre se llama Caridad. En el centro, el quiosco de bebidas de Samuel. A la derecha, la entrada principal del Hogar Isabel Clara Eugenia con Evaristo de guardia en la puerta. Después de cruzar la calle Mar de Kara, hay una valla de poca altura con formas onduladas que llega hasta la churrería, y dentro de la misma, la casa del “Raspa”. Por el lado izquierdo, después de cruzar también la calle Mar de Kara están los billares en uno de los edificios que hizo “El Tato”. Hay más comercios, una tienda de comestibles, una papelería donde cambio mis tebeos después de leerlos. Luego, la tienda de telas propiedad de Ramón Gallardo. El siguiente local también por la izquierda es un bar, se llama Villa Lorenzana, pero todos lo conocemos como el bar de Daniel. Después la casa de Machaco. Le sigue el cine de la familia Ortega, que primero fue de verano. Allí vimos muchas películas las noches de sábado o domingo, precedidas del consiguiente “Nodo”. Después construyeron en el mismo solar un cine con todas sus comodidades.

Más adelante hay una casquería o mejor dicho, un “despacho de idiomas y talentos”, que es como reza en su puerta. Por el lado derecho, justo enfrente del cine y donde pusieron la parada del primer autobús, empiezan los aromas. Allí está la churrería, creo que el dueño se llamaba Daniel. Ese olor a churros desde muy temprano o por las tardes. Me llama la atención el mandil blanco resplandeciente que lleva su mujer, ella es la que despacha. Después, la carnicería de Ángel.

Cruzando la calle que ahora se llama Liberación y empezando a caminar por la de Mar de Bering, nos encontramos de frente con un cartel que está pegado en la fachada de una casa. Es la de una señora que no estoy seguro de su nombre, creo que se llama Manuela, pero sí que tiene un puesto de chuches como se dice ahora. En el cartel hay pintada una jarra y con una flecha a la izquierda, indica la dirección al Mesón El Garnacho, es fluorescente. Y a la derecha, el olor de La Taurina, esta vez es a vino algo dulzón y boquerones en vinagre formando banderillas con aceitunas sin hueso.

Luego un poco más adelante, huele a Varón Dandi, Floid, y jabón de afeitar. Allí se encuentra la peluquería de Teodoro. Después, no solo es el olor de las distintas maderas sino el ruido de la Labra, la máquina de desgruesar madera, o la sierra de cinta. Estamos en la carpintería del señor Gallardo. Al pasar delante de ella, hay esos aromas a pino, nogal, haya y a veces alguna madera tropical que nos hace estornudar cuando pasamos por la puerta. También junto a las ventanas, porque es donde mejor luz hay, y sobre todo en verano que las tienen abiertas, están los ebanistas talladores, esos artistas escultores de la madera. Si te detienes un rato, puedes deleitarte viéndoles con sus formones y gubias, tallar unas figuras imposibles, en lo que después será la gruesa pata central de una mesa, o de un velador. Un regalo para la vista y otro para el olfato. Ahí, en esa carpintería tuvo mi hermano su primer trabajo. Frente a la carpintería, está la casa del señor Gallardo. El aroma ahora es profundo a madreselva cuando llegaba su tiempo y empieza a atardecer.

Taller de ebanisteria pueblo Hortaleza

Taller de ebanistería del pueblo de Hortaleza. ARCHIVO JUAN CARLOS ARAGONESES

Siguiendo por esa acera más adelante, el olor es a barniz pues pasamos por la casa de Anselmo, el barnizador o “Pauli”, no recuerdo bien el nombre. El cambio de olor se complementa con el de la carpintería. Luego volviendo a la acera de la derecha otra vez, pasamos por la panadería La Tahona con su profundo y apetitoso aroma a pan recién hecho. Pero detrás de ésta, en la calle Mar Báltico, se encuentra también el Pan Toast, otra fuente de olor a distinto pan. Allí trabajó una de mis hermanas cuando lo abrieron.

Siguiendo por Mar de Bering después de cruzar Mar Báltico huele a charcutería. Estamos a la altura de la fábrica de embutidos del señor Máximo Estévez. Mezclando este olor al anterior de la panadería, nos salían unos bocadillos de aromas deliciosos que nos acompañan hasta la plaza de la Iglesia, donde si siempre hubiera olido a incienso, habría sido un buen final para este circuito de aromas tan variopinto. En este tramo de la calle, en la acera de la izquierda frente a la fábrica de embutidos, vivía la señora Cándida. Tenía un hijo al que conocíamos como “Calín” aunque jamás supe su nombre. Recuerdo que tocaba la guitarra. Junto a ellos vivía Tomás el zapatero con Eva su mujer, y su familia numerosa. Pepe, el más pequeño de los varones, era amigo mío y compañero de aventuras. También estaba allí la carbonería de Isi. Y el resto de edificio desde la casa de la señora Cándida hasta la calle Mar del Japón, fue la carpintería del señor Gallardo en su tiempo. En el sentido contrario y ya en la plaza de la iglesia, estaba la casa en un principio y consulta de don Agustín.

CUANDO TODO ERA CAMPO

Como habréis observado, cuando hablo de Hortaleza casi siempre digo pueblo, y es que para mí lo sigue siendo. Yo no lo concibo de otra manera. Cuando era mayor y alguna vez tomaba un taxi, tenía que decir a Hortaleza pueblo, porque si no, me preguntaban el numero de la calle Hortaleza. Aunque perteneciera ya a Madrid, en realidad era un pueblo. Y precisamente, una vez leí que esa calle se llama así porque era el principio del camino a nuestro pueblo. También, cuando hablo en plural me refiero a mis amigos Manolo y Paco. De estos compañeros de juegos y aventuras, que todavía tengo la suerte de conservar su amistad. Ahora nos vamos a ir de campo.

Supongo que todos habéis oído hablar de Los Cenagales. Se encontraba, o encuentra (no sé si existe todavía) situado en el antiguo camino de Burgos, o del arroyo. Siempre que circulaba por él me impresionaba la anchura del mismo en algunos tramos, y es que yo no podía imaginar que en la antigüedad era un camino de carretas. Allí había una casa de dos plantas que dejaron a medio construir, junto a un pinar en pendiente. Al final del mismo había una “mina” o pequeña cueva, y dentro de la misma un manantial. El agua era muy fresca. Cuando yo lo conocí, justo encima del manantial habían hecho una abertura por donde entraba la luz, y se podía ver con toda claridad el espectáculo del nacimiento del agua. Un borbotón de poca altura pero grueso, ¡que agradable sensación al beber! Esta, salía canalizada hasta un estanque de cemento que cuando se llenaba tenía un rebosadero por donde vertía el agua sobrante formando un arroyo que transcurría en dirección al de Valdebebas. Allí podíamos pasar un excelente día de campo, porque estaba cerca del pueblo, teníamos la sombra de los pinos, agua, tanto para beber como para enfriar las bebidas que llevábamos, y nos podíamos bañar. El estanque no estaba muy limpio, había que tener cuidado porque el musgo que había en las paredes era muy resbaladizo, y al no ver el fondo, tampoco sabíamos donde poníamos los pies: yo tengo una cicatriz en uno de ellos, por un corte que me hice dentro de él al bañarme. Cuando era su tiempo, podíamos ver renacuajos nadar por el agua.

Recuerdo beber agua en la “fuente de la teja”, ir a “la laguna”, por el camino comer majuelas y moras de zarza, cortar cañas y montarlas como si fueran caballos

Si teníamos ganas de andar más. Siguiendo adelante podíamos llegar al arroyo Valdebebas, por eso se llamaba también así el camino. Durante el trayecto había varios pozos ya abandonados, que supongo yo estarían allí para saciar la sed de los antiguos carreteros o labradores y sus animales. Ahí solía ir yo de pequeño con mi hermano. Su amigo Ángel «el macareno» tenía allí un melonar y le ayudábamos en la recolección. En el arroyo Valdebebas había más cosas con las que divertirse. Recuerdo beber agua en la “fuente de la teja”, ir a “la laguna”, por el camino comer majuelas y moras de zarza, cortar cañas y montarlas como si fueran caballos, o hacerlo en trozos pequeños para usarlos como cerbatanas lanzando las majuelas. Luego había que volver pronto porque el camino era largo y como es natural, estábamos más cansados que cuando lo iniciábamos.

Pero donde más acudía la gente era a la Charca Juana porque estaba prácticamente en el pueblo, en el camino de Las Cárcavas. Había un pozo con agua, árboles frondosos, recuerdo una gran morera, y todo estaba bien cuidado, con eso era suficiente para pasar un día agradable. Luego la absorbió el barrio de San Lorenzo. En Las Cárcavas, estaba la finca del señor Gascón. El era un terrateniente de la zona que tenía su propia viña y bodega, desconozco si era de uva garnacha. También tenía huerta. Mi amigo Vitoriano “El Chucho”, cuñado de Manolo, lo conocía muy bien.

Alrededor del pueblo había varias huertas, aparte de la Huerta Mena que no sé si lo era, o solo tenía el nombre, la famosa Huerta de la Salud que yo no conocía, porque para mí esa siempre ha sido la finca de los Tobares. La que más frecuentaba yo era “La huerta de los frailes” que estaba situada al final del camino del cementerio, o de Canillejas, después del “Pilón de la fuentecilla” y “El Tejar” (donde siempre estaban fabricando ladrillos) en el cruce justo con el camino que venía del “Cerro de los Perros” y continuaba hasta Canillas. Allí llegaba también el arroyo del quinto formando un pequeño remanso, y más abajo se unía con otro arroyo que desconozco su nombre, solo sé que venía de la zona de la Huerta Mena e iba paralelo a la vía del tren, justo por donde pasa actualmente la M-40. El hortelano que trabajaba la huerta de los frailes era el señor Francisco, un hombre culto, noble y trabajador como buen gallego que era. Nunca olvidaré su generosidad. Cuando me mandaban allí para comprar tomates, pepinos, o pimientos, él me decía: «Coge el cubo y me traes lo que quieras comprar, si sobra algo, se lo venderé después a otra persona». Demasiado sabia él que con nueve o diez años que tenía yo, podía pasar todo el día comiendo, y no habría saciado nunca mi hambre, por lo tanto me comería directamente de la mata más de lo podría transportar en ese cubo de chapa galvanizada con el fondo de madera que pesaba más que yo. Y después volvía a mi casa con la bolsa igual que el estomago, llena de tomates, pepinos y pimientos.

Tarde de campo en Hortaleza

Tarde de campo en Hortaleza. En la imagen, Modesto Albertos García, el niño Santos Albertos Expósito, Pastora Expósito Expósito y unos primos del matrimonio, en 1963. ARCHIVO MILAGROS ALBERTOS EXPÓSITO

Más lejos, ya en el último tramo del camino de Barajas, estaba la “Huerta de Pío”, que también era granja, de hecho la conocíamos como la granja de Pío. No puedo dar muchos detalles de ella porque solo la visité un par de veces. Tenía un estanque como la de los frailes con agua de pozo que estaba muy fría. Para acceder a ella, había que llegar hasta el Cerro de los Perros, cruzar el barrio de San Antonio y seguir por el camino de Barajas, después se giraba a la derecha y en poco tiempo llegábamos. Estaba junto al olivar de La Hinojosa.

Ahora quiero dar las gracias a la persona que tomara la decisión de poner a las calles de Hortaleza nombres de mares. Eso despertó en mí la curiosidad, con la ayuda de un planisferio busqué uno a uno todos los mares y fui memorizando su situación en el mapa. Por eso me enteré que el Mar Caspio era el mayor lago de agua salada del mundo. Que su hermano pequeño el Mar de Aral, que se secaría en un futuro por culpa de la mala gestión en la alimentación de sus aguas por el hombre. O que el Mar de Kara estaba en el océano Glacial Ártico. Lo único que no me gustó fue que le cambiaran el nombre a la calle de La Lechuga, a mí me gustaba más éste, y no Mar de la Sonda que además solo es un estrecho. A pesar del cambio, siempre la llamábamos así, y la frecuentábamos mucho pues en ella había una frutería, una lechería y una pescadería. También vivió allí una persona de la que seguro muy pocos habéis oído hablar. La conocíamos como “La Tía Coches”, con sus hijos “La Cuchi” y “El Pichi”, además de sus dulces a los que llamaba “chirifús”. El vago recuerdo que tengo de ella, es de una persona muy especial que me hacía sentir en un mundo feliz sin saber por qué, ya que no era abundancia precisamente lo que la rodeaba, pero en mi mente quedó esa agradable sensación. Ahora solo recuerdo la situación de los principales mares, pero me fue muy útil cuando estudiaba, y despertó en mí un interés especial por la geografía.

BARES, QUÉ LUGARES

Los bares y restaurantes de Hortaleza han sido siempre muy famosos. Por encima de todos estaba, y parece que afortunadamente sigue estando porque veo que todavía existe, aunque en otra ubicación, El Garnacho. Para nosotros los antiguos habitantes de Hortaleza siempre ha sido “La Bodega”, y es que eso era en un principio. Recuerdo de niño ir a comprar vino con una botella que me llenaban directamente de una de las ocho o diez tinajas que tenían detrás de un mostrador con la encimera forrada de goma o algo parecido, solo sé que era impermeable, además estaban en el fondo de una medio cueva. Después, los hermanos Colino, solo recuerdo el nombre de uno de ellos, Andrés, que era el más joven, montaron un gran complejo que se hizo famoso en todo Madrid.

Los fines de semana, los chavales hacíamos de “gorrillas” en la plaza, diciéndoles a los que llegaban a deleitarse con los manjares que allí se servían, acompañados de un buen vino garnacho por supuesto, que les cuidábamos el coche. Otros venían con caballos, los ataban a argollas que había sujetas a la pared, a los que también decíamos que se los cuidábamos mientras estaban dentro, y nos sacábamos unas “pesetillas” para comprarnos nuestras cosas. Conocimos en persona a todos los famosos del papel couché en aquel momento. Recuerdo a los más conocidos, Fernando Rey o Francisco Rabal entre otros muchos. El Garnacho tiene que estar presente en más de una biografía de los famosos de aquella época.

Cuando Luis jugaba ya en el Atlético de Madrid, los lunes se le podía ver charlando en La Taurina charlando con sus amigos de siempre

Otro restaurante que también tenía éxito, y deseo que lo siga teniendo porque es una familia a la que tengo un especial cariño, es El Descanso. César Campos era un hombre extraordinario y no digamos de sus hijos, César, Pedro e Ignacio. Lucía su mujer, un pedazo de pan, además de muy buena cocinera. La amistad que teníamos con ellos era familiar. Mi padre en verano solía trabajar algunos fines de semana de camarero con ellos. La Taurina también tenía sus clientes y una situación inmejorable. Tanto “Miguelín” como su padre eran buenos en su oficio, además se rodeaban de estupendos profesionales y gente trabajadora. Tenían un buen salón para comedor, y en verano el patio era su terraza. Cuando Luis jugaba ya en el Atlético de Madrid, los lunes se le podía ver charlando allí con sus amigos de siempre. Cada bar tenía sus clientes.

Amigos en El Descanso

Amigos en El Descanso. En el centro, con los brazos sobre un niño, Jonás Aragoneses Molpeceres, alcalde de Hortaleza durante la Segunda República. ARCHIVO LUIS VILLAR RODRÍGUEZ

Un poco más arriba de mi casa, estaban “las eras” junto al cementerio. En ellas cada verano, trillaban la mies los hijos del “Poli”. Yo era un niño, y siempre subía a ver como lo hacían. En una, usaban una trilla de tabla con pedernales o sílex, la clásica de toda la vida. Armando, que era como se llamaba el hermano pequeño de Luis Aragonés, unas veces me invitaba a subir en ella, y otras yo se lo pedía. Para él, era muy aburrido dar vueltas y vueltas sin parar a la “parva”. Para mí en ese momento lo más divertido del mundo, además me reía mucho con sus ocurrencias, era un “tío” divertido. Con Luis también subí alguna vez, pero era más serio que Armando, supongo que sería porque la diferencia de edad conmigo era mayor. También tenían otra trilla de cuchillas que era más cómoda porque podías ir sentado. A ella solo se podía acceder cuando estaba parada, una vez que se ponía en marcha era peligroso subir.

Pero el gran espectáculo estaba en el recinto vallado que tenían los Paúles en la zona situada frente a la parte trasera de la iglesia, el camino del cementerio, y el que de bajada a mi barrio frente al “Pajarón”, más o menos lo que es ahora el espacio comprendido entre la calle Opón, el tramo de Mar de Omán que está más próximo a la Iglesia, el comienzo de Mar Adriático, y la avenida de Barranquilla. Allí tenían una máquina con una cinta portadora por la que introducían en su interior los haces de mies una vez desatados. En un lateral había una plataforma donde se situaba una persona. Por allí salía el grano que iban envasando en grandes sacos blancos muy tupidos y bien atados. Tenía un tubo muy alto terminado en curva por donde salía la paja haciendo una montaña de la misma.

Por ella nos deslizábamos nosotros cuando terminaban los obreros de trabajar, eso suponiendo que fuéramos capaces de subir, porque nos escurríamos cuando intentábamos hacerlo, pero lo repetíamos tantas veces como aguantáramos entre risas y pinchazos. Terminábamos con el cuerpo y la ropa llenos de paja que se nos adhería por el sudor del ejercicio, y por supuesto el consiguiente picor que nos acompañaba toda la noche, a pesar de que nos desnudábamos y tratábamos de quitarnos hasta la última brizna. El aquel tiempo no teníamos duchas, ni nos bañábamos todos los días.

El recinto donde está el seminario de Los Paúles también era muchas veces lugar de entretenimiento para nosotros. La puerta de entrada a los jardines por la carretera de Canillas (la calle Mar Adriático) siempre estaba abierta. Pero para que te atendieran, tenías pasar dentro y llamar a un timbre que había en la puerta de entrada al edificio. Los seminaristas o legos encargados del mismo, por su condición cristiana, tenían que practicar la caridad si se les solicitaba. Nosotros sabíamos eso. Y con la crueldad característica de los niños de nuestra edad, además de las ganas de cachondeo que teníamos, llamábamos uno a uno con el intervalo de tiempo necesario pidiendo una ramita de laurel. Teniendo en cuenta que para cada uno de nosotros, que a veces éramos cinco, la persona que nos atendía, porque ese día le tocaba “puerta”, tenía que bajar a la zona de los jardines, arrancar con las manos, o si no podía, cortar con un hacha, una ramita de laurel para dárnosla, y después seguir con sus quehaceres. El pobre hombre repetía esta operación cinco veces a sabiendas de que lo estábamos haciendo a propósito. Pero nunca recibimos un no por respuesta, aceptaba siempre con caridad cristiana su obligación. Y nosotros después nos arrepentíamos de haberlo hecho, pero solo hasta que se nos olvidaba, y volvíamos a repetirlo.

Otras veces nos subíamos a la tapia de la zona pegada al arroyo del Quinto y el segundo campo de futbol del CD Pinar, cerca de donde ahora está Carrefour. Cogíamos almendras, tanto cuando estaban verdes como ya secas. La mayor parte de los almendros de esa zona eran amargos, pero nosotros sabíamos cuales eran los dulces. Allí estábamos hasta que nos veían y venían a echarnos, amenazándonos con llevarnos al cuartelillo si no bajábamos de la tapia, no creo que fuera por las almendras, pues nunca las cosechaban, sino por el peligro que suponía nuestra acción, y tenían razón. Recuerdo un día que estábamos subidos, y mi amigo Julio se cayó hacia la parte interior rompiéndose un brazo, nosotros saltamos para ayudarle a salir, y como ya nos habían visto, llegó un lego. Le dijimos que estábamos jugando con un balón y se nos había caído dentro, para justificarnos. También le convencimos para que nos ayudara a subir a Julio a la tapia y salir de allí. Lo más lógico habría sido que saliera andando por la puerta, pero debido al nerviosismo lo hicimos por la tapia, y cuando lo teníamos arriba, se nos cayó para el lado de fuera rompiéndose el otro brazo. Al día siguiente cuando le vimos con los dos brazos escayolados, fue el blanco de todos nuestros comentarios jocosos y bromas de todo tipo.

En octubre cuando maduraban los membrillos, saltábamos la tapia de los Paúles por una zona del barrio del lavadero, que ya teníamos controlada porque estaba cerca de los membrilleros que tenían dentro. Más de una vez nos descubrieron y tuvimos que salir corriendo con los membrillos en el interior de la camisa. Teníamos preparada la fuga con varias piedras en forma de escalones para que nos fuera más fácil saltar la tapia sin estorbarnos. Ellos después las quitaban pero nosotros las volvíamos a poner, y cada año repetíamos la misma operación.

En el Quinto estaba la escuela de la policía nacional. Allí se hacía el curso de policía. En las instalaciones había de todo, incluso una galería de tiro en el exterior. Nosotros sabíamos cuando la utilizaban porque entonces no había la contaminación acústica que hay ahora, y cualquier ruido extraño que hubiera, se oía en todo el pueblo, incluso oíamos despegar a algunos aviones de Barajas. Estábamos al acecho, nos acercábamos todo lo que podíamos sin que nos vieran, calculábamos la altura de las dianas que ponían viendo donde se producían los impactos de las balas. Cuando terminaban las prácticas de tiro y se marchaban, entrabamos en la galería que estaba al aire libre. En el fondo donde había un terraplén de arena escarbábamos sacando los balines. Llenábamos unos botes que teníamos preparados para ello. Siempre y por turnos vigilábamos por si venían los aspirantes a policías. Más de una vez tuvimos que salir corriendo. Si nos cogían, nos quitaban los balines, decían que no podíamos hacer eso. Pero nosotros volvíamos una vez había pasado un tiempo prudente. Luego, íbamos a vender los balines a una chatarrería que había en el barrio de San Fernando, casi en la carretera de Canillas, y allí nos los compraban, aunque todo era en secreto.

En aquellos tiempos una parte de nuestra vida estaba vinculada más o menos según la fe de cada persona, a la iglesia. Yo fui monaguillo. Al cura que teníamos entonces le llamábamos don Otilio, claro, porque se llamaba así. Era un buen hombre. Con él aprendí a ayudar a misa en latín. Los domingos por la tarde eran los bautizos y en ellos siempre había una propina para el monaguillo, también en las bodas. En esta época fue cuando vi a escondidas como tocaba las campanas el señor Celedonio.

Las hostias que daban en las misas las cortaban las monjas que vivían en el Hogar, y don Otilio nos mandaba a recogerlas allí, a mí me tocó alguna vez. Cuando llegaba a la puerta, me recibía Evaristo, sentado, apoyando siempre las manos en su garrota. Yo le tenía mucho respeto a ese señor, y él, que lo sabía, me gastaba siempre alguna broma. Luego llamaban a una niña para que me acompañara al despacho de la superiora, y ésta me daba la caja metálica que las contenía. Pero durante el trayecto tanto los patios como las escaleras y corredores que tenía que cruzar hasta llegar a mi destino, los pasaba un poco avergonzado, era una sensación muy extraña pero con una gran subida de adrenalina, ¡estaba todo el tiempo rodeado de niñas! Ellas me miraban, hablan entre sí y se reían, alguna me decía algo pero yo no la oía, las había de todas las edades. Afortunadamente, con diez años mis hormonas todavía estaban tranquilas. Pero ahora con el paso del tiempo, recuerdo la inocencia de aquellos momentos. Todavía, si alguna vez voy a misa, contesto al cura en latín pero mentalmente.

PRÓXIMA PARADA: HORTALEZA

La llegada de los primeros autobuses a Hortaleza fue una novedad muy importante. El primer trayecto Arturo Soria, Hortaleza, que después se alargó hasta Diego de León primero, después a General Oraá con la P1 y la P2. Por fin se acababa el perder tiempo para ir a trabajar. Cuantas horas de sueño y ahorro en calzado supuso para el pueblo, aunque fuéramos como sardinas en lata. En un principio y si mal no recuerdo, las dos empresas que acudieron a dar éste servicio, se llamaban Díaz Álvarez una, y la otra Autobuses Castro. Estoy más seguro del nombre de la última que de la primera, pero sé que eran dos, y Castro se quedó al final con la concesión. Cuantas maldiciones le echábamos al pobre hombre si tardaba en venir. ¡Ahora sí que estábamos en Madrid! Después llegaron los autobuses de la EMT, y hasta el Metro. ¡Jesús que tiempos! Quien nos lo iba a decir a nosotros en los años cincuenta.

La primera vez en mi vida que fui a bailar tenía catorce o quince años. Mejor dicho, la primera vez que entré a un sitio donde se podía bailar fue en un salón que no sé porque duró poco tiempo abierto. Estaba situado en la ahora calle de la Liberación, frente a la casa de Froilán, donde está la plaza de Chabuca Granda. Había que subir cinco o seis escalones porque no estaba a nivel de suelo. Era un salón grande pero muy viejo, tal vez fuera ese el motivo de su cierre prematuro. Antes, pero con mis hermanas y yendo yo de “carabina”, ya había ido a un guateque que hacía un chico, creo que se llamaba Gavino, “Gavinín” para ser más exacto, y vivía en el barrio del lavadero. Tenía en su casa un patio ajardinado donde sobre una mesa colocaba el “picú”. Sonaban las canciones de los Platters, Los Cinco Latinos, Marino Marini o Renato Carosone haciendo las delicias de todos. Yo me sabía de memoría todas las canciones, aunque fueran en inglés o italiano porque no me movía del tocadiscos, incluso me dejaban a veces cambiar de disco, además de elegirlo. Todo esto pasaba antes de las diez de la noche, porque a esa hora había que estar en casa.

Donde de verdad me solté a bailar fue en el bar La Tierruca, pero no el de “la vía”. Este estaba situado en el camino del Quinto a la altura del barrio de San Fernando, aunque yo creo que pertenecía al barrio de las Hormigas en la zona más próxima al Quinto, calculo que estaría en la ahora calle Belianes al centro de la misma. Siempre según Google Maps. El bar La Tierruca era un edificio de dos plantas con un pequeño jardín en la parte trasera. La planta de abajo era el bar, y la de arriba totalmente diáfana. A ella se accedía por una escalera exterior. Tenían el consiguiente picú, y allí fue donde aprendí a bailar. ¡Qué tiempos! La música de Adriano Celentano, Alberto Cortez, The Beatles… Fueron momentos muy bonitos para los que tuvimos la gran suerte de disfrutar los maravillosos años sesenta. Después y en verano estaban los jardines La Montaña en el barrio de las Hormigas frente al de Pinar del Rey cruzando la carretera, o los Jardines Agor en la carretera de Canillas esquina a Carril de Conde más o menos. Sé que a las personas de mi edad, incluso con dos o tres años más, les va a traer buenos recuerdos estos sitios. Yo no los frecuenté mucho porque todavía era un poco joven para hacerlo. También había otros como La Granja del Carmen en la calle Mesena junto a la piscina Formentor, o la sala Tequila en Arturo Soria. Pero como digo, yo no las conocí por dentro, porque los jóvenes que iban allí eran mayores que nosotros.

En el pueblo, también había personas “populares” a las que todos teníamos un especial afecto, por eso mismo eran populares. Daré una pequeña lista de las que para mí lo eran, repito, para mí. Por supuesto no va a estar en ella Luis Aragonés, él está muy por encima. Ramón, el hijo de “La Cesárea”, tenía un defecto al hablar y por eso se ganó todo mi afecto y el del pueblo. A mi hermano le quería mucho, yo fui testigo de ello. Era muy inquieto, inocente y bonachón. Trabajaba en la carpintería del señor Gallardo. A Ángel, el carnicero, le llamo así porque no recuerdo su apellido, y es de esa manera como todos le conocíamos. No sé si ya le han hecho algún tipo de reconocimiento en el pueblo a esta persona, pero quiero destacar su generosidad ya que dedicaba parte de su tiempo a fomentar el deporte en Hortaleza, y principalmente el futbol. Era un gran forofo del Atlético de Madrid y un ojeador fantástico. Él, consiguió llevar a Luis y a otro jugador que le llamábamos “Machaco”, a que les hicieran la prueba en el Plus Ultra, y se quedaron con Luis. Los siguientes, y lo digo en plural porque siempre estaban juntos son Mariano, Canuto, y Cambriles, los barrenderos. Su mérito era tener limpio el pueblo, y de paso sabían todo lo que acontecía en él. Tenían dos labores sociales que cumplían a la perfección.

Los niños salíamos a recibir a los gallegos, era una atracción ver pasar a esos hombres rudos y curtidos en mil soles camino de la Huerta de los Frailes. No era normal ver desfilar por nuestras calles tantas personas forasteras juntas

El siguiente es un chico que no recuerdo bien su nombre, creo que era Fernando o Armando. Su popularidad era porque siempre circulaba en patines, nadie los tenía en Hortaleza nada más que él, y por eso para mí era popular. Recuerdo el cuidado que tenía por donde circulaba porque las ruedas eran de madera, cosa que me sorprendió al conocerlo. Por lo demás era una persona discreta. Creo que se presentó a varios concursos de patinaje ganando algún premio. Ramón Gallardo era popular no solo por ser hijo del dueño de la carpintería, sino porque siempre participaba intensamente en todas las actividades que hubiera en el pueblo, de la índole que fuera. Era una persona inquieta y habilidosa, se involucraba en todo, además, lo hacía bien. Se comió la vida de un solo bocado. Los gallegos siempre venían a Hortaleza en la época de la siega, y era una atracción ver pasar a esos hombres rudos y curtidos en mil soles camino de la Huerta de los Frailes, que era donde montaban su campamento. Sería porque Francisco el hortelano también era gallego. Los niños salíamos a recibirlos o más bien a observar su llegada. No era normal ver desfilar por nuestras calles tantas personas forasteras juntas.

«La Macarena” era el vivo ejemplo de una mujer con carácter. Se quitaba la vida por sacar adelante su familia que era numerosa, y en la intimidad, era tierna con los suyos como todas las madres. Mi hermano era amigo de uno de sus hijos, se llamaba Ángel y emigró a Francia. Catalino el fotógrafo no sé donde vivía, pero siempre estaba en el pueblo cubriendo con su cámara todos los acontecimientos festivos, tanto públicos como privados. Incluso podíamos verle los días laborables por la calle y pedirle que nos hiciera una fotografía, que después, sin tener que buscarle porque como digo siempre estaba en el pueblo, nos la entregaba previo pago como es natural. Si su familia conserva los archivos fotográficos de este señor, seguro que son los más completos que puedan existir en un amplio tramo de tiempo en Hortaleza. El hermano de Vitoriano “el chucho”, de cuyo nombre no me acuerdo, era un enamorado de las motos y la velocidad. Tenía una, y la manejaba como quería, pero esa confianza le llevó a su triste final. Causó un gran impacto porque era muy querido en el pueblo. Es posible que se me haya quedado alguno más en el tintero. Pero estos son los que yo recuerdo. Tal vez alguien piense que estoy equivocado con estas personas. Y puede que tenga razón, pero esta es mi opinión y mi historia.

Y aquí acaban mis recuerdos escondidos. He tratado de resumir al máximo los veintidós años que viví en nuestro pueblo. Como dije al principio, los he escrito sin contaminación exterior, pues el único medio que he utilizado, ha sido Google Maps para poder situar las zonas que describo en su calle correspondiente, ya que no tengo una memoria tan grande como para recordar todas y cada una de ellas. Lo demás está todo en mi historia de setenta y tres años de vida, de los que estos veintidós fueron como vecino anónimo de Hortaleza, aunque no dejé de venir de vez en cuando ya que tengo familia aquí. Y me he dejado cosas por contar, que serín más bien para amenizar una conversación con personas que sepan del pueblo y les guste escuchar estas batallitas de abuelo, porque al fin y al cabo eso es lo que son. De haber conocido en persona a Juan Carlos Aragoneses, seguro que podía haber tenido estas conversaciones con él a pesar de no ser coetáneos.

Sé que habría enriquecido mi historia de haber utilizado documentación, seguro que hay mucha, pero creo que ha sido mejor hablar de mi propia experiencia. No hay mejor historia por relatar que la vivida uno mismo. Y seguro que otras personas tendrán alguna mucho más interesante que la mía, pero si no la cuentan ni la publican, se quedará solo para ellos.

Si durante este relato he podido herir la sensibilidad de alguna persona, o se siente ofendida por cualquier motivo, quiero que sepa, que en ningún momento he tenido la intención de incomodar a nadie. Y por eso, le pido disculpas anticipadas, si ha sido así.

Este ha sido un homenaje a todos los inmigrantes de cualquier punto de España que durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta poblaron tanto el casco urbano como los barrios circundantes a Hortaleza: Las Cárcavas, San Antonio, Las Hormigas, San Fernando, El Carmen, El Cristo que es el mío, y otros más modernos que surgieron después. Doy gracias a todos por su trabajo, cultura, costumbres, y la fusión de las mismas en este crisol que es hoy nuestro pueblo. Todos han aportado tanto riqueza material como cultural de la que estamos tan orgullosos. Perdonad si parece el discurso de un político, pero es la pura realidad y lo que siento.

Me gustaría haber narrado alguna historia, nombre, o dato que no conocierais de antemano, y haber aportado algo de utilidad para los historiadores de nuestro pueblo. Pero, si simplemente ha sido un agradable recuerdo, o anecdotario para los que como yo, amáis a este barrio, también me sentiré satisfecho. Quiero agradecer a los convocantes de este certamen, porque gracias a ellos he pasado unos momentos muy felices recordando mi infancia y juventud, plasmándolo resumido en éste relato y compartiéndolo con vosotros. De no ser por ellos, mis recuerdos habrían seguido escondidos.

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Vista aérea del pueblo de Hortaleza en 1955, pocos años después de la anexión a Madrid.

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