Todos los años, el 24 de febrero un grupo de vecinos del originario pueblo de Hortaleza celebran con una comida el día de San Matías. Lo hacen en esa fecha a pesar de que en 1969 fue reorganizado el calendario católico y la festividad del patrón hortaleceño fue trasladada al 14 de mayo, algo que no alteró las costumbre que pervive de celebrar la fecha de siempre, como una declaración de que la tradición puede ser también una forma de rebeldía.
De entre las decenas de miles de vecinos y vecinas que hoy habitan el distrito, trabajan en él o utilizan sus servicios, sólo unos pocos guardan en la memoria las casas familiares, las viejas calles y los nombres y los rostros de los habitantes de aquel pueblo que se llamaba Hortaleza, mal comunicado con Madrid, donde se podía jugar al fútbol en la calle principal porque apenas pasaban coches, el cura contaba los vecinos que entraban a misa en la destemplada posguerra y el alumnado de la escuela tiritaba de frío mientras intentaba aprender algo de lo que enseñaba el maestro.
La comida de San Matías, que todos los años acoge Casa Florencio, es un parlamento de la memoria hortaleceña. En la conversación de los comensales se intercalan anécdotas familiares, apodos, pequeñas historias que les dan identidad y recuerdos entrañables incluso para quienes sufrieron con dureza los años de la posguerra.
BANQUETE DE RECUERDOS
La vida de un pueblo contada desde la memoria de un pueblo. Las batallas a pedradas entre los jóvenes de Hortaleza y los de Canillas, que a veces tenían lugar en el alto de los Paúles o en el alto de la iglesia canillense. Y fútbol, mucho fútbol. El nombre de Luis Aragonés como estrella local de balompié se escucha en varias ocasiones, pronunciado por amigos y exjugadores del club Pinar, como Tinín, e incluso un expresidente del club, Anselmo.
Cuando quieren un dato concreto miran a Florencio, que es el disco duro del pueblo, capaz de recordar fechas exactas, nombres con dos apellidos y datos precisos de hechos ocurridos hace seis o siete décadas. En los relatos de las distintas generaciones aparecen la evolución del pueblo, el cierre del cine, las nuevas edificaciones, la llegada de centros comerciales y la desaparición paulatina de un territorio extenso, silvestre y libre de ladrillos.
Julito es el más joven de todos a la mesa. Todavía no ha cumplido cincuenta años pero sabe que tiene sobre sus hombros, como en los de algunos de sus amigos de la infancia, mantener viva la memoria del pueblo que dio nombre al distrito y a la cabecera de este periódico. La comida termina que unas partidas de mus, un juego en el que todos se declaran grandes expertos y demuestran que para iluminar Hortaleza no hacen falta más faroles.