Florencio Elipe camina entre dos largas hileras de nichos. Tras sus pasos una antropóloga forense escucha lo que va diciendo. Él hizo durante años ese mismo recorrido desde niño, en el día de Todos los Santos. No es el cementerio del pueblo de Hortaleza, donde está enterrada su familia. Está en el cementerio parroquial de Colmenar Viejo y sus pasos le llevan hacia un pequeño rincón en el que ya no hay lápidas, sólo tierra. Cuando llega allí, señala el lugar exacto en el que su madre, viuda de “un rojo” asesinado al acabar la guerra, dejaba todos los años un ramo de flores sobre una fosa sin nombres.
Florencio, en esta ocasión, se acaba de detener sobre una tierra que ha sido removida por un grupo de antropólogos y arqueólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, que están recuperando decenas de cuerpos de personas asesinadas por sus ideas y enterradas en fosas comunes anónimas, clandestinas. En Colmenar Viejo fueron fusiladas 108 personas tras la Guerra Civil, enterradas después en sendas fosas. Once de ellas eran vecinos del pueblo de Hortaleza.
Florencio Elipe López nació hace 85 años en una casa de Hortaleza. “Íbamos andando mi madre y yo hasta Fuencarral, por la avenida de San Luis, y en la estación cogíamos un tren que llamábamos ‘el maquinillo’, que era una locomotora con dos vagones. Después nos acercabamos al cementerio, al que accedíamos por una puerta lateral, y ella dejaba un ramo de flores en la fosa común en la que enterraron a mi padre, y otro en la que enterraron a mi tío Victoriano”.
“TODAVÍA TIENE LENGUA”
Florencio recibió el nombre de su padre, un albañil que se incorporó al ejército republicano para tratar de impedir la victoria de quienes habían dado un golpe de Estado en julio de 1936. La explosión de un obús le arrancó las manos en una batalla en Alcañiz (Teruel). Regresó a casa mutilado, sin capacidad de volver a ejercer su profesión, necesitando ayuda para cualquier tarea. Después lo detuvieron y tras un simulacro de juicio, en el que su abogado defensor era un militar franquista, lo condenaron a muerte. Había gente en el pueblo que decía que para qué le iban a matar si ya no tenía manos y no podía hacer nada contra ellos; pero alguien respondió que “todavía tenía lengua”. A partir de entonces Carmen López, madre del pequeño Florencio, que apenas tenía 16 meses, pasó a ser una viuda prematura que tuvo que salir adelante, trabajar y trabajar para que a su hijo no le faltara nada.
Florencio conserva una memoria precisa para los nombres, las fechas y los acontecimientos que vivió en una infancia marcada por el asesinato de su padre y la dura vida de la posguerra. Repite nombres con dos apellidos, días exactos y recuerda acontecimientos que cuando enuncia parecen ocurridos en un mundo muy lejano pero que forman parte de su biografía.
En su conversación se mezclan historias de cómo los guardias civiles pasaban cerca de las ventanas de las casas de Hortaleza para ver si sorprendían a alguien escuchando La Pirenáica, la emisora clandestina que desde fuera de España informaba de muchas de las cosas que el franquismo intentaba esconder con la censura. Recuerda al “sustanciador”, un hombre que cobraba en algunas casas por sumergir un hueso de jamón en un caldo durante breves espacios de tiempo. Explica con detalle cómo el cura señalaba en una pequeña cartulina la asistencia de los niños a misa, para tenerlos controlados.
DÍAS DE ESCUELA
De su memoria emergen nombres de vecinos, anécdotas ocurridas en rincones del pueblo e historias que marcaron su vida. Su tío Alejandro estuvo encarcelado por “delitos políticos” y al ser puesto en libertad fue condenado a destierro, por lo que no le permitieron regresar a Hortaleza. “Mi tío vivía en Ventas pero los fines de semana entraba de forma clandestina en casa de mi abuela paterna. Nosotros íbamos a verlo y a mí me prevenían de que no contara nada. El domingo por la noche salía a escondidas para regresar a su casa sin ser visto. Siempre que lo veía me daba una peseta y yo me la gastaba en el puesto de chuches de la señora Bernarda donde compraba palolú, caramelos o diez céntimos de chufas”.
El padre de Florencio regresó mutilado de la guerra, sin manos, pero las autoridades franquistas le condenaron a muerte
No pudo ir a la escuela hasta que cumplió cinco años. “Mis padres no me habían bautizado así que no me podían apuntar hasta que pasara por la pila bautismal. Al llegar a la escuela, que estaba en el edificio de La Humanitaria, saludábamos con un ‘¡Arriba España!’ y al salir al mediodía cantábamos el ‘Cara al Sol’. Por la tarde nos tocaba el ‘soy valiente y leal legionario’. Los chicos y las chicas estábamos separados y entrábamos por puertas distintas”. De los profesores recuerda que eran bastante agresivos. “Los profesores pegaban mucho, con unas correas que a veces nos dejaban hematomas”.
Florencio, amigo de Luis Aragonés desde la infancia y propietario del restaurante Casa Florencio fundado en 1963, ha sido testigo de las últimas ocho décadas de la historia hortalina; del cine de verano que se convirtió en cine estable, de los partidos de fútbol en las aceras porque no había un campo cuando él era niño. Él nunca pasó hambre porque su familia tenía tierras cultivadas y animales. “Escondíamos el trigo y lo molíamos de noche en el molino de Juanito el Molinero. Él se quedaba el salvado y nosotros la harina y volvíamos a esconderla para que no nos confiscaran una parte los del Servicio Nacional de Trigo. Había gente que se dedicaba al estraperlo y creo que la Guardia Civil, que pasaba muchas necesidades, hacía la vista gorda a cambio de llevarse algo de trigo o de cebada”.
VOLVER A CASA
Después de señalar el lugar en el que se encontraba la fosa de su padre, Florencio se sienta en una caseta del cementerio de Colmenar Viejo y deja que una antropóloga le tome una muestra de ADN. Desde unos pocos metros contempla la escena Benita Navacerrada, una mujer de 91 años, de San Sebastián de los Reyes, que espera que con la exhumación aparezcan los restos de su padre, sindicalista de la UGT, que según algunos testimonios fue quemado vivo.
En la pared del salón de su casa Florencio tiene una fotografía del día de la boda de sus padres. Se quedó huérfano el mismo día que cumplía dieciséis meses. Y aunque no guarda recuerdos conscientes de su progenitor sabe que era una persona elegante, bondadosa y que luchó para tratar de impedir que su mujer, su hijo y sus vecinos no tuvieran que vivir la experiencia de una dictadura. Se llamaba Florencio Elipe Sánchez y ojalá una prueba de ADN le permita “volver a casa”.