Madrid se tragó muchos pueblos de sus alrededores en su crecimiento descontrolado en la segunda mitad del siglo XX. Lo malo es que con tanto apetito le costó hacer la digestión. En términos urbanísticos hacer la digestión consistía en proveer de servicios adecuados a los nuevos barrios que le crecían a ese Saturno manchego. Calles asfaltadas, iluminación, saneamiento y, sobre todo, un transporte público decente.

Los habitantes de barrios como Canillas u Hortaleza no solían trabajar en su propio territorio. Aquí lo de la ‘ciudad de los 15 minutos’ era ciencia ficción. Así que cada mañana los hortalinos subían como podían a camionetas atestadas como la que llamaban la golfa para acercarse hasta el centro a trabajar. O al menos, hasta el lugar donde comenzaba la civilización: el Metro.

Metro de Madrid tiene una historia ejemplar. No sólo sirvió para vertebrar de un modo democrático la ciudad: durante la Guerra Civil salvó la vida de miles de madrileños de los bombardeos franquistas. Años después, tener una estación de Metro era convertir territorios en pedazos de Madrid. Pero la serpiente subterránea siempre iba más despacio que las ganas de los nuevos madrileños.

Tener una estación de Metro era convertir territorios en pedazos de Madrid

En Hortaleza, desde los años setenta el Metro pareció encontrar un muro infranqueable en Esperanza. Duró tanto que en los noventa Manu Chao aún podía usar en sus canciones el jingle de “Próxima estación: Esperanza. Final del trayecto”-. Las quejas vecinales en el distrito no pararon en todo ese tiempo. En Villa Rosa, por ejemplo, quisieron dar ideas a la administración y llegaron a construir una estación portátil a la que sólo le faltaba tener un Metro de verdad debajo.

Finalmente llegó Gallardón, el hombre que susurraba a las constructoras. Desde entonces nos acostumbramos a las tuneladoras con nombres castizos y a la ciudad que buscaba un tesoro bajo tierra. Lo encontró el PP, sin duda, que no paró de encadenar mayorías absolutas en pleno éxtasis aznarista, y aún después, cuando la marquesa Aguirre y un desliz de Tamayo y Sáez lubricaron la máquina taladradora durante aún más años para seguir construyendo pisos y extendiendo el metro.

Ha pasado un cuarto de siglo desde ese primer estirón, desde que llegaron las nuevas catedrales bajo nuestra piel hasta otros barrios de Hortaleza. Al final nuestra Línea 4 terminaría tropezando con la Línea 1. Ya ni siquiera nos queda esa sensación misteriosa del final de línea de Metro, esos túneles que daban paso a otro mundo.

 

(Visited 419 times, 1 visits today)