En la terraza de un pequeño restaurante del barrio de Zehlendorf, al sudoeste de Berlín, un cartel indica la distancia entre ese punto y un lugar que en el imaginario alemán debe ser lo más parecido a la tierra prometida: «Marbella 3098 km».

La cifra no es exacta, pero no importa. La mirada es un ejercicio cultural y, por eso, una tiende a interpretar todo cuanto la rodea en este nuevo distrito donde ahora vivo, Zehlendorf, siguiendo el eje de coordenadas del lugar que ha apuntalado mi vida desde hace años: Hortaleza. Como en una topografía sentimental, camino por estas nuevas calles tratando un círculo concéntrico donde todo tiene sentido porque algo similar existe a 3000 kilómetros de distancia.

En la rotonda de Zehlendorf Eiche, la silueta de un roble centenario se recorta contra el cielo otoñal. Lo plantó en 1871 un grupo de estudiantes del distrito para conmemorar el fin de la guerra francoalemana aquel año. Sigue en pie, cuidado, vigoroso, impasible, prestando rumor o silencio a quienes quieran acercarse a su tronco.

A 3000 kilómetros de allí, en la calle Gregorio Sánchez Herráez, nuestra vieja morera hortalina agoniza sin que nadie advirtiera que desde hace años los hongos pudrían sus entrañas. En estos días, la autoridad local, sabedora de la decrepitud de sus ramas, se desentiende de darle un final digno a lo que un día fue proveedor de hojas y de sombra, y hoy es un peligro para los viandantes.

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Roble centenario que plantó un grupo de estudiantes en 1871 en la actual rotonda de Zehlendorf Eiche (Berlín). JAVI MALLO

Cerca de Zehlendorf Eiche, la plaza de Lucie Strewe parece una isla en el tiempo tras las primeras nieves del otoño tardío. Desde 2018, un cartel impoluto recuerda al caminante que en una de las casas apacibles que jalonan la calle, una “heroína silenciosa” arriesgó su vida para prestar refugio y ayuda a judíos perseguidos durante el nazismo. En Hortaleza, dos carteles recuerdan las vidas de Josefa Arquero y Miguela del Burgo.

En el devenir de nuestras vecinas, muy probablemente no acontecieron sucesos tan trágicos como el de Lucie, pero igualmente ejercieron un compromiso cotidiano con los valores civiles: Josefa en sacar adelante a sus hijos, en representar la dignidad de la gente corriente, el tejido trabajador y noble de la intrahistoria del barrio; Miguela en su vocación por la enseñanza, en la valentía y determinación con que ejerció su profesión, en los valores que defendió en sus escritos y palabras. Mujeres con periplos vitales dispares, pero que, en esencia, destacaron en su tiempo y su contexto por la humanidad y la altura de su espíritu.

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Cartel de la plaza de Lucie Strewe, quien dio refugio a los judíos perseguidos durante el nazismo. JAVI MALLO

A unas pocas manzanas de la casa de Lucie, en el número 14 de Scharfestraße, una placa dorada brilla a los pies de una antigua casona. Sophie Rosenberg. Nacida en 1863. Se suicidó el 18 de enero de 1942, reza su inscripción. Hay en Berlín unas 9800 placas similares, colocadas frente a lo que un día fue el hogar de judíos caídos durante el Holocausto. En Hortaleza, un monumento humilde reivindica frente al vendaval del tiempo la memoria de republicanos hortalinos víctimas de la dictadura.

Cada 9 de noviembre, día en que se recuerda el horror de la Noche de los Cristales Rotos, alguien coloca rosas frescas sobre la placa de Sophie. Antes o después, en la plaza de Chabuca Granda, vecinas y vecinos sacarán de sus casa, una vez más, trapos y cubos de agua para limpiar los restos del enésimo ataque al monumento a las víctimas del franquismo. En uno y otro lado de Europa, nada ni nadie logrará borrar la presencia de aquellas personas que, a 3000 kilómetros de distancia, reclaman el recuerdo de su paso por el mundo desde el fondo de la historia.

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Placa colocada frente a la casa de Sophie Rosenberg, caída durante el Holocausto. JAVI MALLO

En una fría mañana de otoño, una niña alemana busca su muñeco por las calles de Zehlendorf igual que hiciera Jimena cuando buscaba el suyo en las de Hortaleza hace unos meses. Ambas apelan a la comunidad para encontrarlo y pegan carteles en postes y muros en un último intento por recuperar a sus amados compañeros de juego.

A 3000 kilómetros de mi casa y ante un mundo que zozobra, pienso que tal vez sean ellas quienes, en su empeño infantil de rescatar un muñeco, sostienen con su gesto la trama ordinaria y prodigiosa de la vida.

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Cartel donde se pide ayuda para encontrar a una muñeca perdida. JAVI MALLO

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