La reciente nevada me ha dado mucho de que pensar. En los medios, no hemos oído más que las palabras inesperada o insólita. De hecho, las fuentes apuntan a que hay que remontarse a más de 40 años, por el 1971, para recordar una nevada de magnitud algo parecida, o incluso más atrás.

Lo que está claro es que vivimos el comienzo de dos años bien particulares, primero con el Gran Virus y sus consecuencias biológicas, económicas y sociales, y ahora con la Gran Nevada de causa meteorológica, pero con grandes consecuencias económicas. Entre pico y pico de pandemia nos ha visitado la tormenta Filomena, que ha dejado estampas de la ciudad dignas de postal.

Después de un día y una noche de continua nevada, amanecimos el sábado 9 de enero con casi 40 centímetros de nieve en toda la capital, con la nieve cubriendo hasta las rodillas. ¡Quién se podría imaginar el día anterior que los autobuses no llegarían a sus cocheras o que los coches se iban a quedar inmovilizados en medio de la calle! La verdad es que ha sido algo totalmente excepcional. Parecía que hacía un viaje, no por mi barrio, sino por el Alto de Hortaleza o el Puerto de la Ciudad Lineal, una ciudad de montaña a dos mil metros de altitud.

Parecía que hacía un viaje, no por mi barrio, sino por el Alto de Hortaleza, una ciudad de montaña a dos mil metros de altitud

Mi carácter explorador e inquieto no me ha permitido quedarme en casa y, con el adecuado equipamiento de esquí, que todos los madrileños han sacado con prisa de sus trasteros, no tardé en salir de casa e inmortalizar el evento. Era mi exploración, había vuelto a recobrar la ilusión que puede tener cualquier niño en un sitio nuevo. Solo que en realidad era mi barrio, no había nada nuevo, conocía cada esquina, cada calle y cada árbol. Lo que había cambiado por completo era el entorno y la manera con la que nos relacionamos con él.

Ese mismo sábado por la mañana, la movilidad se hacía tediosa. Aún no se habían formado los estrechos senderos por el paso de la gente y se podía observar una desorganizada estampa de pisadas aleatorias e individuales. Me sorprendió que, aun siendo tan temprano, ya había pisadas por varios sitios, como si la ciudad nunca acabara de dormir completamente. Y era normal, había que llegar a los trabajos y, aunque la movilidad en superficie estuviera parada, el metro seguía funcionando y así lo haría por 24 horas al día durante toda la semana hasta que las calles comenzaran a ser transitables.

La experiencia no ha dejado de ser algo único donde se han contrastado las siguientes emociones: belleza y tristeza. ¿Cómo es posible que algo tan maravilloso sea triste? En realidad, a pesar de este evento tan extraordinario, también ha causado grandes daños en todos los espacios verdes. Hemos visto tristemente como los árboles se han caído, coches se han destrozado y tejados de chapa se han hundido.

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Árboles caídos en la calle López de Hoyos. CARLO STELLA

Ante la ausencia de coches, los humanos tomamos las calzadas para revindicar la utilización de un espacio que cada vez abusa más de nuestras zonas de tránsito a pie. No quiero decir que el coche no sea útil, porque es necesario en el modelo de sociedad que se ha construido, pero sí que se puede vivir un tiempo sin él o al menos reducir su dependencia.

Por nuestra parte, tener las calles inutilizables ha significado que hayamos tenido que ir a pie a muchos sitios, y esto ha revalorizado nuestros barrios y nos ha permitido darnos cuenta de que con nuestras dos piernas podemos llegar a cualquier lugar. Eso sí, pasito a pasito y no con la rapidez a la que estamos acostumbrados.

Estos días, más que nunca ha sido relevante la frase de Antonio Machado “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, ya que no puede ser más cierta. En la nieve, el camino no estaba hecho y poco a poco se ha ido haciendo al andar. En la nevada, se ha revivido un sentimiento de pertenencia y colaboración en el barrio, porque los vecinos nos hemos tenido que ayudar mutuamente: para despejar aceras, para empujar coches o para comprar algo a quien no podía salir de casa.

Se ha revivido un sentimiento de pertenencia y colaboración en el barrio, porque los vecinos nos hemos tenido que ayudar mutuamente

En las calles los niños jugaban alegremente sin miedo a que pasara un coche a toda velocidad y se formaban escenas nunca vistas. Todo aquel que tenía esquís, tabla de snowboard o algún tipo de trineo lo sacaba sin pensarlo. Algunos más atrevidos hacían hasta baches y rampas con la nieve, para disfrutar de la velocidad en las calles más empinadas del barrio. La calle parecía hasta más amplia que de costumbre al no haber coches y uno era libre para caminar por donde quisiera. Pero lo mejor de todo ha sido observar a tanta gente paseando y fuera de sus casas, sacándole el máximo provecho a un espacio que es de todos.

Pero este escenario mágico también ha tenido su aspecto trágico. Estas semanas hemos podido oír sin duda las consecuencias de la nevada. Primero a través de las máquinas excavadoras y quitanieves que luchaban contra la naturaleza intentando eliminar la nieve y las placas de hielo del suelo. Después con las motosierras que retumbaban por cada esquina para cortar y desbrozar las ramas rotas de los árboles.

Madrid ha tenido que recurrir al ejército e incluso a otras comunidades autónomas para que prestasen su material de apoyo para despejar y limpiar calles. Pero cierto es que ni las máquinas más grandes podían eliminar a la primera el hielo incrustado en las calzadas y la movilidad no se ha recuperado tan rápidamente como se preveía. El comienzo del periodo lectivo se retrasó, inicialmente dos días, luego una semana y ahora una semana y dos días desde el inicio previsto el lunes 11 de enero.

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Un vecino moviéndose con esquís por las calles del barrio. CARLO STELLA

En Madrid, hemos vivido la Gran Nevada, que ha podido ser preciosa, pero que ha traído consigo unos Grandes Daños. Lo más triste de todo ha sido ver cómo nuestros árboles, muchos centenarios, sucumbían bajo el peso de la nieve. Los árboles de hoja caduca, sin embargo, se han podido salvar de este arboricidio. Más que una nevada parecía que había llegado un huracán. Hemos visto cómo pinos y cedros centenarios cedían ante la acumulación de nieve, y esto ha provocado un aspecto desolador de nuestras calles.

En definitiva, quizá ha sido una gran lección de la naturaleza. En primer lugar, para aprender a disfrutar del día a día, porque no nos hemos tenido que desplazar mucho para vivir una experiencia única. En segundo lugar, para aprender a vivir con calma, porque de nada servía estresarse o exigir en una situación en la que todo estaba paralizado. En tercer lugar, para aprender a revalorizar el transporte a pie ante la imposibilidad de circular para los vehículos.

En cuarto lugar, para aprender a apreciar la fuerza de la naturaleza, que es mucho más poderosa que los humanos y, aunque nos creamos muy importantes, de un día a para otro, nos puede dar grandes lecciones de humildad. En quinto lugar, para aprender a valorar menos las cosas materiales: uno podía tener mil coches de lujo, pero, si no los podía usar, ¿de qué servían?

Además, hemos podido valorar el comercio de proximidad; el apoyo de los vecinos, la familia y los amigos cercanos; la importancia de colaborar y ayudar, de bajar nuestro ritmo de vida y exigencias,… en conclusión, una infinidad de cosas buenas. ¡Filomena, gracias por traernos la sierra a casa, porque nos has dado una lección de humildad!

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