Cuando los otomanos conquistaron Constantinopla, el 29 de mayo de 1453, la noticia, que supuso un golpe para toda la cristiandad, tardó un mes en llegar a Venecia, y aún más a Roma o París. Ahora vivimos en el tiempo de las maravillas, es sencillísimo saber si le duele la cabeza a alguien o qué zapatos se ha comprado, aunque esté a miles de kilómetros. Pero en una ciudad como Madrid, en un lugar como Hortaleza, es probable que no sepamos quién es el vecino de la puerta de al lado.
Hay una generación entera que vino del campo a Madrid y vivió y crió a sus hijos, también a veces a sus nietos, se vació en ello, y ahora, décadas después, tiene un piso pequeño en un barrio, pongamos Hortaleza, y desde el fondo de su cansancio, se siente sola.
Por eso asociamos la soledad no deseada a las personas mayores. Tal vez habría que pensar también en qué ha cambiado para esas personas, qué dejaron atrás en el mundo rural cuando vinieron a Madrid. Mi madre es capaz de recordar casa por casa cómo era su pueblo cuando ella habitaba allí, quién vivía en cada lugar, cuál era su apodo.
Parte de ese sentimiento de comunidad se trasladó a los barrios. Uno de los secretos del éxito de las asociaciones de vecinos era esa percepción de que los problemas de uno eran los problemas de todos, y de que los problemas sólo se solucionarían si todos colaboraban para ello.
Parece que, después de resonar en las calles, el grito de la nostalgia de la comunidad ha llegado hasta los palacios
El capitalismo es el disolvente social más poderoso que conocemos. Hace que se rompan amistades, hace que se pierdan amores, o que no nazcan; destroza familias y separa a las personas. Está en su esencia: todo lo que no es rentable no tiene sentido de ser. Y las comunidades, tanto si tienen un carácter meramente festivo como si son políticas, son su enemigo. Porque su característica principal es que no son productivas.
Así que los abuelos, que ya no producen, cuyas pensiones se miran con lupa por si frenasen el crecimiento del beneficio de los poderosos, van de acá para allá cargando en sus carritos de la compra el peso de la soledad. En un mundo que ya no comprenden -que ya casi nadie entiende-, se les da de lado. Y como esto no para ahí, cada vez más hay adolescentes que, plenamente integrados en las redes sociales, se sienten solos por la falta de algún tipo de comunidad en la que puedan integrarse. Como si Instagram pudiera darles un abrazo.
En 2018, después de décadas de hacer carne picada con el tejido social, el Reino Unido anunció que creaba un Ministerio de la Soledad. Parece que, después de resonar en las calles, el grito de la nostalgia de la comunidad ha llegado hasta los palacios.