La semana posterior al decreto del estado de alarma no fue la peor en cifras de fallecimientos. Los picos de letalidad de la pandemia en España llegarían después, pero en aquellos días el coronavirus demostró que no era ninguna broma. Los muertos empezaron a contarse por centenares en Madrid y la capacidad de los servicios funerarios llegó al límite.

“Algún vecino me comunica entonces que tiene a un familiar muerto en el salón de casa desde hacía más 24 horas”, recuerda el concejal de Hortaleza, Alberto Serrano, que propuso al Ayuntamiento utilizar la pista de patinaje del Palacio de Hielo como una morgue provisional para aliviar la saturación de los tanatorios y crematorios de la capital, epicentro de la pandemia en España.

La noticia se confirmó el lunes 23 de marzo, provocando un gran impacto emocional en el barrio. El gran centro comercial de Canillas, lugar de ocio y entretenimiento, se transformaba en “un símbolo del horror y de la tragedia”, en palabras del alcalde José Luis López-Almeida.

La empresa concesionaria del Palacio de Hielo cedió los 1.200 metros cuadrados de la pista de patinaje para conservar los cadáveres de víctimas del coronavirus a bajas temperaturas. La instalación quedaba a cargo de la Unidad Militar de Emergencias (UME).

RECINTO BLINDADO

Los trabajadores del supermercado del Palacio de Hielo, que no cerró durante el confinamiento, se acostumbraron a presenciar desde el muelle de recepción de mercancía el trasiego de vehículos funerarios que accedían por la calle Alcorisa. Vicente Esplugues atravesó ese custodiado umbral en muchas ocasiones. Vicario de la parroquia Nuestra Señora de las Américas del barrio de la Piovera, fue uno de los cinco sacerdotes que ofrecieron servicios de capellanía dentro de la morgue.

Esplugues, cura rockero que disfruta de la música hardcore y el heavy metal, curtido como misionero en países como Camerún o Venezuela, reconoce que nunca ha visto “nada tan fuerte” como las hileras de ataúdes sobre el hielo. “Sabes que dentro hay muchas vidas e historias, y era chocar de cara con la fragilidad de las personas.

Allí te dabas cuenta de la magnitud de la situación. Todo en un ambiente de alerta máxima, era como apocalíptico”, relata el sacerdote, que el 20 de abril acudió por última vez al Palacio de Hielo. Hasta entonces por allí habían pasado 1.186 féretros, pero aquel día ya no quedaban cadáveres. La morgue se desmantelaba. Un anuncio alentador que confirmaba la remisión de la pandemia.

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