Un día me dijo Juan Carlos: “Acompáñame, que voy a buscar unos mapas”. Yo, sin más preguntas, lo seguí. Salir con Juan Carlos, fuera adonde fuera, era siempre la promesa de una aventura.
Aquel día fuimos a una oficina, supongo que del Ayuntamiento, donde se podían consultar y adquirir cartografías históricas de Madrid. Aún no había internet. Juan Carlos preguntó por fotografías aéreas de Hortaleza en diferentes años. Observó atentamente alguna de las que le entregaron, pero no le convencieron. Sabía exactamente lo que buscaba y no era aquello. “Vámonos. Te invito a una caña”, me dijo. Seguiría buscando.
Juan Carlos Aragoneses de Castro nació el 20 de octubre de 1960 en Hortaleza. Su abuelo, Jonás Aragoneses, de quien hablaba con emocionante orgullo, fue alcalde de Hortaleza durante los años de la República. Su bisabuela Ruperta, como cuenta en el artículo “Mi abuelo, el alcalde Jonás”, pertenecía a una de las familias más antiguas del pueblo. De ella aprendió el abuelo algunas de las historias y leyendas familiares, que más tarde transmitiría a su nieto Juan Carlos, como aquella del tesoro escondido en algún lugar del pueblo.
"Salir con Juan Carlos, fuera adonde fuera, era siempre la promesa de una aventura"
Desde pequeño, Juan Carlos tuvo una afición natural por el teatro. En el colegio de los Padres Paúles, donde estudió, le llamaron la atención por interpretar a su manera la Semana Santa: escenificó con inocente intención artística una escena de la Pasión de Cristo con varios niños y niñas en el patio, una representación que no hizo gracia a sus profesores.
Le gustaba, y se le daba muy bien, dibujar y contar historias. Junto a su padre, Felipe, y los vecinos y amigos de La Unión de Hortaleza, se encargó durante años de la decoración de la Cabalgata de Reyes, para la que, además, no dudaba en disfrazarse y asumir el papel que le tocase. Siempre estaba dispuesto a divertir a los demás. Más tarde montó un grupo de guiñol con un amigo. Ellos mismos se encargaban de la escenografía y el vestuario de los muñecos. Juan Carlos tenía un talento especial para fijarse en las habilidades de sus mayores y aprender de ellos. Su padre, Felipe, era ebanista. Su madre, Felisa, tenía muy buena mano para la costura.
Juan Carlos estudió diseño en la Escuela de Artes y Oficios. Empezó a colaborar con ilustraciones y cómics en diversas revistas de ese Madrid agitado de principios de los años ochenta, como La Luna de Madrid o Madriz. Más tarde, montó un estudio de diseño de muebles con su socia y amiga Isabel Labrador, que tuvo cierto éxito. Incluso crearon el mobiliario para una escena de la película Kika, de Pedro Almodóvar. Algunos de aquellos innovadores prototipos estaban en el salón de su casa junto con un sillón de la Real Academia, que había rescatado gracias a su padre. Tras aquella incursión empresarial, Juan Carlos acabaría trabajando en un estudio de arquitectura, aunque nunca dejó sus inquietudes artísticas.
Camarón cantaba unas bulerías cuya letra dice:
Abuelos, padres y tíos,
con los buenos manantiales
se forman los buenos ríos
En esa secuencia familiar, yo incluiría a los amigos. Estoy seguro de que quienes tuvimos la suerte de disfrutar de la amistad de Juan Carlos, incluida María, su mujer, somos como somos, en buena parte, gracias al sentido del humor berlanguiano de Juan Carlos, a su ánimo siempre dispuesto para celebrar la vida, a su mirada pendiente del desplazado o el desfavorecido, a su inquietud constante por la justicia social.
Con nadie me he divertido tanto como con él. A veces contaba unas historias fantásticas de Hortaleza, que parecían sacadas de algún territorio mágico como el Macondo de García Márquez. Recuerdo una que solía pedirle que me volviera a contar, y que no sé si era invención suya porque a veces Juan Carlos se convertía en una especie de don Quijote. La historia era sobre un vecino de Hortaleza que ganó la lotería y se compró una avioneta que no sabía pilotar. Algunos días, el aviador se subía en la cabina del piloto y convencía a sus paisanos para que empujaran la avioneta por el campo, y hacerse así la ilusión de que volaba. Terminado el paseo aéreo, la avioneta se devolvía a la era donde la guardaba hasta la siguiente excursión, con los niños corriendo con algarabía detrás.
"Contaba unas historias fantásticas de Hortaleza, que parecían sacadas de algún territorio mágico como el Macondo de García Márquez"
A Juan Carlos le gustaba el humor de las películas de Berlanga y Azcona, el de Miguel Mihura y La Codorniz, el monólogo de Gómez de la Serna del monóculo sin cristal y la mano convincente, las tabernas de toda la vida (su ilusión era montar una), las verbenas de siempre y las fiestas de los barrios, lo castizo, el habla cheli, los arranques de Fernán Gómez, lo artesanal y los artesanos, saber de dónde venían las cosas, conocer los oficios, hablar de política (hasta la exaltación), la Segunda República, la música latina, bailar… “Yo tenía que haber sido bailarín”, solía decir.
Uno de los muchos proyectos que no llevamos a cabo (de tantos que nos surgieron en largas charlas en los bares) fue rodar un cortometraje con el siguiente argumento: un tipo sale de su casa y, de pronto, se deja llevar por un ritmillo de orquesta (otro de sus sueños era tocar en la orquesta de Xavier Cugat). Sin más explicación, el tipo empieza a mover las caderas ligeramente hasta que comienza a dar unos pasos de conga y alguien se engancha a su cintura. Enseguida se añade otro transeúnte, y otro, y otro, hasta formarse una conga gigantesca que atraviesa el océano y llega a La Habana, con la orquesta incluida… Cuánto disfrutaba Juan Carlos con estas invenciones. Algún día, haremos esa gran conga, amigo.