El bar Nápoles era lo más parecido que teníamos en el barrio a una confortable cabaña. “Incluso hubo una estufita de las antiguas dentro del bar a la que iba la gente a por el calor”, hace saber José Luis Muelas Herraiz, que ha pasado los últimos 36 años detrás de la amplia barra de madera del establecimiento, ubicado en una casita de la calle Nápoles, en la frontera entre el barrio de Portugalete y las viviendas de Gomeznarro que rodean el Poblado de Canillas. Una calle siempre vivísima en ese tramo compartido con el mercado y el instituto Conde de Orgaz. “Aquí ha llegado a haber hasta ocho bares abiertos, pero ya solo hay dos, y tampoco les queda mucho”, lamenta José Luis, que acaba de jubilarse y ya no incluye su bar, el Nápoles, entre los irreductibles de la zona.

Porque el Nápoles cerró sus puertas el pasado 1 de julio y lo hizo para siempre. La familia propietaria de la parcela con aroma rústico que acogía el negocio tiene otros planes tras la jubilación de José Luis. “Esta gente se ha portado muy bien conmigo, me dijeron que me aguantarían, pero ahora creo que se va a vender como finca, y seguramente lo tirarán y aquí se acabará construyendo un chalet”, relata el hostelero, conquense de nacimiento, que vino al barrio con 18 años para jugar en el Club Deportivo Canillas, fundado en 1961 en el desaparecido bar Los Merinos, también en la calle Nápoles. De hecho, el equipo de fútbol se llamó Club Deportivo Nápoles hasta 1975. Al colgar las botas, José Luis se hizo con el bar, que ya tenía su historia por entonces: “Cuando lo cojo era Casa Pepe, uno de los más antiguos del barrio. El bar es fácil que tenga más de 70 años”.

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José Luis (con camiseta blanca) junto a otros empleados del bar el día del cierre. SANDRA BLANCO

LA ÚLTIMA RONDA

En los ochenta, en el bar Nápoles abrevaba la chavalería del barrio. “Era un bar moderno, con música, más nuevo que los demás, y la gente venía a tomar copas. Terminaba tardísimo porque los horarios no eran como ahora, y se cerraba a diario a las cinco de la mañana”, rememora el tabernero recién jubilado, que vio pasar por su local a Antonio Vega, que frecuentaba la paralela calle Palermo, y a El Gran Wyoming, vecino de la zona. En la víspera al cierre, el Nápoles se abarrotó de parroquianos para echarse la última ronda. Por allí volvieron a pasar aquellos chavales, ya talluditos, que crapuleaban en otra época. Muchos ya ni siquiera viven en el barrio. Y el éxodo se ha llevado la alegría de la calle Nápoles. “El barrio se está quedando un poco atrás, porque la gente se va haciendo muy mayor, y son los hijos los que se han marchado”, sostiene José Luis, que también se hace mayor sin salir del barrio, donde le conoce todo el mundo. “Hay veces que me gustaría que no me conocieran tanto”, apostilla riendo.

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Muchos parroquianos volvieron al Nápoles en su despedida para tomarse la última ronda en el bar. SANDRA BLANCO

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