A veces, algunas mañanas de invierno, al salir del poblado hacia el instituto, la niebla lo ocultaba. Por el camino, podías fantasear con la posibilidad de que hubiera desaparecido. No se veía ni desde el transformador ni desde el quiosco del cojo y, solo en el último giro, ya a la altura del mercado viejo, se vislumbraba el ladrillo del edificio y lo que era difuso empezaba a perfilarse.
Al llegar al instituto, en primero de BUP, todos los días parecían así. La niebla era un subproducto de la marea hormonal, de la apoteosis de la incertidumbre, de la lejanía de la familia y los amigos del barrio. Aquello era enorme, todas las clases eran de treinta y tantos o cuarenta alumnos, nadie conocía a nadie, y lo poco que podías identificar era a los gallitos y a las reinas de la fiesta.
Como en toda bildungsroman, hay aliados donde menos se espera: entre los profesores. Hubo maestros que supieron ver un camino en el laberinto, que se saltaron el programa oficial para que leyéramos libros que nos iban mejor o que nos hicieron sentir más importantes de lo que imaginábamos —y menos de lo que nos creíamos, aferrados como estábamos a un ego hiperbólico—.
Ahora puede parecer inverosímil, pero juro que a mi casa llegó un boletín de notas en el que lo único positivo era que lo comentaba una profesora que buscaba oro entre tanto barro (cuatro suspensos) y que firmaba como mi “admiradora secreta”.
El instituto (el Conde de Orgaz era simplemente eso: el instituto. Nada menos) era aquel lugar donde había más preguntas que respuestas, el terreno más o menos civilizado donde se rumiaban todos los ritos de paso: diseccionar ranas, hacer bromas de mal gusto, disolver todas las certezas como en un experimento en el laboratorio…
Y sí, también hubo broncas, matonismo, carencias, decepciones… Pero, con el tiempo, encontramos en ese organismo gigantesco que funcionaba de día y de noche (sí, el mítico nocturno) seres que, quién lo iba a pensar, estaban aún más perdidos que nosotros. Seres que, décadas después, son nuestros más viejos amigos.
El escritor Max Aub era medio alemán, medio francés, judío en una época en la que eso te podía costar la vida… Pero eligió ser español derrotado, esto es, republicano exiliado en ese océano de amargura que fue en muchos casos el de los expatriados en México tras la Guerra Civil. Decía que uno es de donde hizo el bachillerato, y a él le tocó hacerlo en Valencia.
Así que, como Max Aub, puedo decir con orgullo que yo soy del Conde de Orgaz. Felices primeros cincuenta.