Los mercados viejos, de barrio, eran sobre todo olores. Las aceitunas y los ultramarinos, el pescado, la frutería, los pollos ocres, la carne y su perfume rojo; hasta la leche, que a veces iba en bolsas de plástico, tenía su olor característico.

Los mercados eran también los viernes, el día de la semana para hacer la compra cuando aún había algún orden para comprar, cuando éramos algo más que consumidores.

Los niños, de la mano de nuestras madres, recorríamos la galería de un puesto a otro, enviados como vanguardia (“Niño, pide la vez y si te toca vas dejando que pasen hasta que llegue yo”) a la jamonería, a por verduras o a comprar berenjenas de Almagro.

También estaban los negocios aparentemente inexplicables. ¿Cómo podía vivir de arreglar paraguas aquel hojalatero en su cuchitril, debajo de la escalera? ¿Por qué siempre hubo puestos malditos, donde pusieran lo que pusieran terminaban cerrando?

Los tenderos eran una mezcla de mano izquierda para contentar a las clientas, que siempre sabían más que ellos, mala leche y simpatía. Si les caías bien te daban una raja de chorizo, o una aceituna. Si no, te ignoraban cuidadosamente para no molestar a las verdaderas dueñas de todo aquello: las madres.

El mercado era también el escenario de milagros semanales. En esta época en la que cualquier imbécil se cree alguien por haber hecho un MBA algún sabio debería explicar cómo esas mujeres eran capaces de estirar en el mercado el poco dinero que tenían para comprar comida a familias que no eran pequeñas.

Ese mecanismo delicado, esa herencia de los mercadillos de los pueblos de los que había venido casi todo el mundo a los barrios, empezó a resquebrajarse poco a poco con palabras cada vez más grandes (supermercado, hipermercado), con nombres cada vez más pomposos (Centro Comercial Isla del Soto, Plaza Íberum II), con más luz, más plástico, atendidos por gente peor pagada, más lejana, con pasillos más llenos de cosas que nunca supiste que necesitarías.

Ahora, aquellos niños, cuando tienen algo de dinero, se van al centro de la ciudad a buscar tiendas pequeñas donde les atienden empleados que, a la segunda vez que viene alguien, le llaman por su nombre, le invitan a charlar, le ofrecen productos a granel.

Y lo que no saben es que no lo hacen por hípsters o por la supuesta mayor calidad de los garbanzos que compran. Están buscando un olor. El de los mercados viejos de su niñez.

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