La idea de proteger algo o a alguien sugiere la existencia de un peligro o amenaza que representa un riesgo o, en el mejor de los casos, que ese alguien o ese algo necesita que se favorezca su situación. Esa es la idea central de un catálogo de protección del patrimonio, que siempre es finito y, por lo tanto, limitado e incapaz de incluir todo. Por eso se suele establecer un criterio fundado en prioridades, las cuales en no pocas ocasiones dejan en la periferia de la protección elementos cuyo riesgo era en aquel momento menor que el de otros, que quizá estuvo erróneamente calculada o incluso, como ocurre en ocasiones, era desconocido o inexistente al hacer el catálogo y se reveló mayor o más urgente con el tiempo.

El caso de la Huerta de Mena de Hortaleza, la también conocida finca de Los Almendros, es de ese tipo. No parecía ni tan urgente ni tan importante protegerla porque sus valores aparentes eran limitados y no se conocía una amenaza que sugiriese la necesidad o la urgencia de catalogarla como medida de protección. Sin embargo, la amenaza ha llegado y la necesidad de amparo y defensa, también. Como suele ocurrir en estos casos, el riesgo viene de la piqueta constructora, para la cual un “solar” de más de tres hectáreas y media es un cebo muy potente que cuenta con la ayuda inestimable del Plan General de Ordenación Urbana de Madrid que lo clasifica como terciario. Es decir, “industria limpia” y oficinas. Pero, ¿tenemos que proteger la Huerta de Mena? Y si es así, ¿por qué? Hay tres criterios, o grupos de motivos, que hacen a la Huerta de Mena merecedora de amparo.

En primer lugar, el criterio patrimonial. La Huerta de Mena, que aparece en los croquis y minutas preparatorios de las primeras topografías bien con ese nombre bien con el de Casas de Mena, es un claro ejemplo de casona de gran tamaño con jardín y huerta para la producción agrícola de secano a pequeña escala, en los alrededores de Madrid, para descanso de la burguesía durante los fines de semana y las vacaciones, situada en un lugar fresco y saludable, con abundante vegetación y numerosos arroyos.

Los ejemplos de este tipo de huertas en los alrededores de Madrid eran numerosos. En Aravaca, por ejemplo, se encontraban la Huerta de las Columnas y la Huerta de Valdemarín, y en Pozuelo de Alarcón, la de Torrejón y la de las Cañas. Incluso se podían encontrar un buen número de ellas casi ya en el centro de Madrid, cerca de Chamberí, junto al Paseo del Obelisco, como la Huerta de López, la de Nieva y la de Don Diego del Río. Algunas más singulares, como la Huerta del Portal de Belén y la Huerta de Osuna, estaban estratégicamente situadas en las inmediaciones del Monte del Príncipe Pío, al borde del Manzanares o muy cerca del río. Y otras, como la Huerta de Bertrán de Lys y la Huerta del Marqués de Perales, entre el Retiro y la Fuente del Berro, en las proximidades del arroyo del Abroñigal.

La historia de la Huerta de Mena es larga, rastreable documentalmente al menos hasta la primera mitad del siglo XIX con los límites que hoy se conocen

En segundo lugar, el criterio del valor urbanístico: la huerta como formación que en la zona norte de Madrid casi podría considerarse típica por su número y proliferación. Como recoge el Catastro del Marqués de la Ensenada (1751), las huertas y propiedades agrícolas abundaban en la Villa de Hortaleza en el siglo XVIII. En cambio, no figura en su inventario una casa o huerta o propiedad específica a nombre de Mena, aunque aparecen varias de gran tamaño.

A ellas se debía una producción destacable de alimentos, hasta el punto de que la creencia popular sostiene que el topónimo, Hortaleza, procede de la palabra hortaliza. Esa producción abundante generó un tipo de conjunto que los canales y pozos que atravesaban el antiguo municipio, entre ellos el arroyo de Mena, convertían en ideal para el cultivo y, por lo tanto, convertían el entorno en lugar verde y frondoso, con toda clase de árboles, jardines más o menos rústicos y una casona con casas de labor para atender la producción. La Huerta de Mena es la única que queda de ese tipo en la zona, con sus grandes árboles, su pozo y un jardín en varios planos o niveles que llegó a tener un estanque o alberca, hoy desaparecido.

SIGLOS DE HISTORIA

Y por último, existe un criterio inmaterial que apela a nuestras emociones con valores históricos y culturales. La historia de la Huerta de Mena es larga, rastreable documentalmente al menos hasta la primera mitad del siglo XIX con los límites con los que hoy se conocen. El conjunto permaneció inalterado hasta el primer recorte, realizado hacia 1990 como consecuencia del trazado de la M-40, al que siguió otro que permitió enlazar esa vía con la M-11 y la M-12. El primero le amputó la alberca y el acceso, desplazado a la calle Gregorio Sánchez Herráez; y el segundo, más próximo al Cerro de los Perros, suprimió parte de la bajada al arroyo de las Ontonillas que, fuera de la huerta, desemboca en el arroyo de Mena. La Huerta de Mena que se conoce aparecía ya en las topografías del Capitán de la Vega Inclán, de 1856, y de Ibáñez e Ibáñez de Íbero, de 1875. Antes de eso, aparecía hacia 1830 en las minutas y tomas de datos sobre el terreno como “Casas de Mena”. Pero la que actualmente se conoce como finca de Los Almendros, sufrió pocas variaciones en los 150 años posteriores.

Esos 150 años largos de vida han visto varios cambios de manos. En ellos la única variación fue la de añadirle unas decenas de metros por detrás de la casa. De los diversos propietarios, hubo dos especialmente destacables por su repercusión intelectual y cultural. Uno de ellos fue el político y periodista Rafael Gasset Chinchilla, varias veces ministro e hijo del fundador del periódico El Imparcial, Eduardo Gasset y Artime. El segundo fue el insigne autor teatral Carlos Arniches Barrera, que se lo compró al anterior. Ambos, primero Gasset y después Arniches, eran figuras destacadas de la vida intelectual, política y social de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX.

Doña Pilar y don Carlos recibían a sus amigos en la Huerta. Desde intelectuales y músicos hasta escritores y autores teatrales, colegas y colaboradores. Arniches no solo sitúa en la Huerta alguna de sus obras –como se refleja en las recopilaciones de Joseba Barron-Arniches-, sino que aprovecha sus estancias allí para conocer Hortaleza, el pueblo y sus gentes, y absorber su tipismo que vertía después en sus piezas teatrales. Siempre hizo gala de un agudo interés por “el lugar”, fuera este el que fuera, como demuestran sus obras y, más allá, su estilo –que tan bien analiza y retrata la profesora María Victoria Sotomayor, especialista en Arniches-.

A eso se añadían sus hijos y sobrinos, encabezados como cicerone por el mayor, Carlos, el arquitecto, que hicieron una considerable aportación a la impronta cultural, artística e intelectual del valor inmaterial de la Huerta de Mena. Estudiantes universitarios los tres varones mayores, Carlos, José María y Fernando, y a punto de dejar atrás la adolescencia las dos pequeñas, Pilar y Rosario, doña Pilar y don Carlos tenían ocasión en Hortaleza de conocer sus mundos sin presionarles. Recibir a los amigos de sus hijos era una buena vía para fomentar en ellos un ocio sano, discretamente observado por los padres.

Los encuentros de intelectuales en Huerta de Mena hacen que no suene quimérico que el poeta Alberti conociera allí a otros miembros de la Generación del 27

Sería poco acertado, sin embargo, aventurarse desde aquí a hacer listas de amigos, colaboradores y otros invitados de la familia Arniches en la Huerta a sus conocidas meriendas. Cualquier cantidad encajaría. Y otro tanto cabe decir de los de sus hijos. Carlos, el arquitecto, resultó tan sociable o más que su padre. Como joven inquieto de veintitantos años, pertenecía al cineclub y a la Sociedad de Cursos y Conferencias donde se relacionaba con sus contemporáneos de la Residencia de Estudiantes, algunos de los cuales fueron muy amigos; asistía a tertulias, como las de Pombo y la Granja El Henar; escribía en periódicos y era entrevistado en ellos, por Antonio Robles entre otros; era aficionado a hacer excursiones por el campo siguiendo la tradición materna, a la esgrima, a viajar; y como tipo creativo, extrovertido, curioso y con un sentido del humor que no pasaba inadvertido, con frecuencia se embarcaba en aventuras tales como la firma de manifiestos, los homenajes a personalidades destacadas de la vida cultural e intelectual madrileña, a la crítica de monumentos artísticos clave en nuestra historia o a la realización de escenografías para películas.

Su amistad con los hermanos Bergamín, Eduardo Figueroa, Luis Lacasa, Fernando García Mercadal, José María Arrillaga o Fernando Salvador, entre sus compañeros de carrera más próximos; con Antonio Robles y Cipriano Rivas entre los periodistas; con Luis Buñuel y Eduardo Ugarte entre los cineastas; con Federico García Lorca y Guillermo de Torre entre los poetas, dramaturgos y escritores, hace que no suene quimérico que alguno de ellos, muchos, todos quizá, acabaran merendando alguna vez en la Huerta de Mena. O que fuera allí donde surgiera de manera espontánea la Generación del 25 de arquitectos. O que Rafael Alberti conociera en la Huerta a otros miembros de la Generación del 27, dado que cuando fue a agradecer su Premio Nacional de Poesía de 1924 a don Carlos, el joven poeta no era “residente”. O que el propio don Carlos fuera quien los animase a juntarse. Y todo sin olvidar que para aquellos jóvenes don Carlos era parte importante del atractivo de cualquier visita a la Huerta, como Alberti y otros reconocieron.

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El rincón de Arniches en el interior de la finca de Los Almendros, que podría desaparecer para construir oficinas.

Qué papel jugó don Carlos Arniches en la génesis de la Generación del 25 de arquitectos y en la del 27 de poetas y escritores, se desconoce y es difícil de determinar. Lo que está claro es que alguno tuvo porque un buen número de integrantes de ambas pasó por la Huerta de Mena. Incluso no es improbable que de la Huerta saliera también La Barraca tras ensayar alguna obra para doña Pilar, don Carlos y sus amigos. Y aquella amistad y la influencia de la Huerta de Mena perduraron.

Lo que sí es conocido es que las huertas, tanto las grandes pertenecientes a familias de la nobleza y de la burguesía como las más pequeñas y las desconocidas, además de proveer de alimentos a la ciudad, las familias propietarias y las poblaciones cercanas, tenían como función servir como lugar de descanso y vacación y donde hacer vida saludable respirando aire puro. Esa idea quedó tan arraigada en el imaginario que se recuperaría después de la Guerra Civil para paliar la escasez y el hambre de la posguerra.

Uno de los casos más estudiados es quizá el de una huerta en Meco, no muy lejos de Hortaleza. Allí, en los años de la posguerra que tan mal trataron a la familia Arniches, en los que Carlos hijo estuvo depurado, sus amigas Conchita e Isabel García Lorca le encargaron el proyecto y la obra de su Huerta de Santa Isabel (1951). Evocando los años felices de Hortaleza, el hijo arquitecto de doña Pilar y don Carlos planteó en tono moderno una nueva lectura de la vivienda con huerta, jardín, pozo y alberca para las hermanas del poeta, recuperando el tipo que conocía tan bien y que se convertiría en una de sus señas de identidad propia, como ya lo era y siempre lo había sido de Hortaleza. La Huerta de Santa Isabel desapareció hace décadas, aunque todavía estamos a tiempo de proteger y conservar la Huerta de Mena.


Concha Diez-Pastor Iribas es doctora arquitecta

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