La cita en Valdebebas no es a las ocho de la tarde; al menos no es la única cita. A las siete suenan cacerolas, es cierto que no de un modo masivo, “contra el Gobierno del bulo, contra Sánchez el criminal, contra El Coletas que ha matado a 23.000 personas”, o a 230.000 (según fuentes bien contrastadas, generalmente un pasquín electrónico ultra o un hilo de WhatsApp del cuñao de Vox), qué más da.

Al principio lo de las ocho y el aplauso a los sanitarios sorprendió a todos. Era darnos calor, era decirnos que seguíamos ahí. Era eso que les da tanto pavor: fraternidad. Empatía. Ponerse en la piel del que vive enfrente.

Pero toda su vida consiste en alejarse de los otros, sobre todo de los otros más pobres. Reconocerse en los suyos, bien. Saber que eso lo estaban haciendo los demás a la misma hora en todo el país es más difícil de tragar. Porque en esta situación no hay diferencias. Porque quienes aplauden en Canillas, en Manoteras, no lo hacen desde la subordinación, sino desde el orgullo por sobrevivir gracias a la sanidad pública.

Quienes aplauden en Canillas, en Manoteras, no lo hacen desde la subordinación, sino desde el orgullo por sobrevivir gracias a la sanidad pública

Y eso no. Así que a las ocho comenzaron a poner sus himnos, sus banderas (como si un trozo de tela te fuera a proteger de un virus… a no ser que lo conviertas en una mascarilla). Pero se mantuvo el carácter básico de esta comunión entre personas: agradecer a los sanitarios públicos (no a sus gestores, que los han dejado a los pies de los caballos) su esfuerzo, suicida en algunos casos, para salvar vidas.

Así que apareció el virus del narcisismo, llegaron las protestas de gama alta. Importaron las caceroladas, en origen una manera de reclamar de los más pobres, por ejemplo, en América Latina, pero que la burguesía, también en América Latina, ha incorporado a sus clamores contra gobiernos que, como el de Evo Morales, le parecían poco apropiados. Después de todo, ¿qué hacía un indio al frente de un país?

Y allá van, con sus cacerolas, repicando sobre los muertos en las residencias privatizadas propiedad de millonarios, golpeando en los ancianos que mueren solos, y atronando más, claro, no en las urbanizaciones más lujosas, sino en las más llenas de parvenues, donde se esconden los menos pudientes de los pudientes. Los que temen que, si esto sale mal, se verán empujados a vivir de esos subsidios de los que ahora echan pestes. Los que quieren acceso privado a esos fondos: por españoles, por varones, por votantes de Vox.

Y como el niño de La lengua de las mariposas, con cada golpe que le dan a la cacerola, se gritan a sí mismos: “Yo no soy como vosotros”.

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