“¡Corre a tu casa y di que ha venido tu primo Braulio y lo buscan los civiles!” La vieja que vendía cigarros parecía ciega, pero no se le escapaba nada de lo que pasaba alrededor del metro de Ventas. De reojo pudo vislumbrar el gesto exhausto del hombre que decían que era su primo. Sonreía mientras se le abría la gabardina al andar, dejando a la vista la culata de dos naranjeros.

Se volvió y salió corriendo, perseguido por los perros que lo acompañaban a rebuscar. Sintió que los guardias iban detrás. Torció por una calleja para alejarse del arroyo, se escurrió y cayó.

Cuando se levantó, era de noche. Se agarró a la corteza de lo que parecía un árbol. Le molestaba la chaqueta, que siempre llevaba arremangada. Se había rozado las rodillas al caerse. Un hombre con barba le ofreció la mano: “¿Estás bien?”.

Huyó asustado. Al fondo había mucha luz. Pasaban muchos coches extraños por la carretera, pero no había ningún carro. Vio muchas máquinas, coches de choque, balancines, oyó ruidos extraños. Estaba en algo parecido a una feria para ricos. Toda la gente vestía raro. Muchos bebían cerveza, pero casi nadie chatos de vino.

De repente, en la barra de un tenderete, vio a alguien que le recordó a sí mismo. No sabía por qué, pero sentía que era de su familia. Estaba más gordo que él y llevaba de la mano a un niño. Iba con quien parecía su mujer. Ella y el niño eran muy guapos. No podía dejar de mirarlos.

¡Eh, tú! El de la barba venía con dos guardias con un uniforme extraño. Volvió a salir corriendo. Como no conocía el terreno, tropezaba constantemente. Echó una última ojeada a esa familia que le intrigaba tanto. Cuando quiso darse cuenta, dos brazos lo sujetaban con fuerza. Quiso mirar quién lo agarraba y resultó ser su hermano mayor, el Herminio. “¿Dónde vas?”

Estaba en el zaguán de su casa. Quiso decirle que venía de un país raro, donde todo era luz y ruido, pero solo pudo farfullar algo sobre el primo Braulio y los civiles. “¡Qué dices! Al Braulio ya lo fusilaron. ¡No lo vayas pregonando por ahí!”

Nunca le contó a nadie lo que había visto. Cambió de barrio, a otro donde, una vez al año, se instalaba una feria que le recordaba lo que había visto aquella noche. Muchos años después, en su última siesta, comprendió que a quien había visto en la feria era a su hijo y al nieto que nunca llegaría a conocer.

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