Son un mito, el Clara Eugenia, el Hortaleza y la gente que coexiste en estos centros, en el sentido de que, para aquellos que no han tenido por qué conocerlos, sus muros encierran múltiples realidades. Hay quienes consideran que, de hecho, deberían ser aún más altos para que todo aquello que de por sí está apartado de la estabilidad social termine encerrado en el total silencio. El visitante primerizo, ciertamente, sale con una sensación de extrañeza mayor que con la que entra. Al salir comprobará que, tras esas puertas, habrá dejado una parte de sí, aunque sólo sea por un rato.
Quedamos con M. para que nos haga una visita por el Clara Eugenia, donde residen los internos más pequeños -como máximo, de 14 años- porque, nos dice, le gustaría que lo conociéramos, “pero desde dentro”. Antes de llegar, nos citamos en un local en el que se venden aparatos electrónicos, móviles y tablets, donde M. acompaña a un grupo de cuatro jóvenes que no deben sobrepasar los 13 años.
Uno de ellos nos dice que saludemos a su familia en Marruecos, a través de la videollamada que hace desde una tablet de muestra, y le pide a M. que les cuente que se está portando bien. Otro, nos cuenta, llegó hace unos días después de haber pasado más de un mes viviendo en la calle. El más pequeño de todos, de unos siete u ocho años, creen que es de Brasil porque apenas habla ni de él ni de la supuesta familia que le entregó en su día.
Cuando nos preguntan en el centro quiénes somos, M. nos presenta como educadores, aunque es muy posible que nadie se lo crea. A los chavales con los que llegamos se les unen más, todos con los que nos vamos cruzando, tantos que no cabemos a lo ancho de los enormes pasillos del antiguo palacete.
Uno de ellos sale corriendo a abrazar y a besar a una educadora y se quedan atrás, charlando. El grupo se va desperdigando a medida que vamos subiendo las escaleras pero, al llegar a la planta de los chicos, casi todos vuelven a recibirnos y a saludarnos desde sus habitaciones.
“LOS CONFLICTIVOS” Y LOS BEBÉS
Seguimos cruzando el laberinto de pasillos y escaleras y llegamos a la zona de “los conflictivos”. Ahora las puertas tienen cerrojo y M. nos cuenta que, hace poco, una educadora tuvo que pedir la baja porque, al abrir la puerta, los chavales que estaban detrás empujaron con tanta fuerza que salió despedida por los aires. Aquí reina el silencio y apenas nos cruzamos con un par de niños.
“Vamos a la zona más bonita”, dice M. Es donde están los bebés. Atravesamos el gran patio y cruzamos un pasillo repleto de dibujos y carteles. Guardamos silencio por si hubiera algún pequeño durmiendo. Al final se abre una pequeña sala, en la que dos cuidadoras -una de ellas es una jovencísima voluntaria- dan de merendar a un grupo de seis bebés de dos y tres años. Ante sus curiosas y calmadas miradas, remueve preguntarse por qué habrán llegado a este lugar.
Llega el momento de que nos marchemos. M. está feliz, especialmente ahora, después de visitar el nido, y nos acompaña a la entrada. Al abrir la puerta, vemos a varias madres adolescentes acompañadas de sus bebés y alguna también por su madre. Observan con normalidad que dos policías nacionales han traído a un chaval visiblemente nervioso, que no para de gritar.
Uno de los mediadores de Cruz Roja le dice algo en árabe, le da una colleja y, lejos de lo que cabría esperar, el muchacho empieza a reírse y le da un abrazo. Nos despedimos. A la noche, M. nos escribe un mensaje en el que nos cuenta que unos chavales han llegado “en muy mal estado”, por el disolvente. “Nos han fastidiado la cena”, asegura.
Joder qué buena gente, qué pena qué la realidad no sean risas y abrazos