Hace unos días, paseando con Ziggy por el barrio, sorteando el barro de las insaciables lluvias de marzo, me tropecé con una vecina a la que recordaba más joven. Mientras hablábamos de nuestros hijos, ya fuera de casa, sus conciertos de piano y mis libros, me di cuenta de que la que realmente había envejecido era yo. Comprendí que la edad es tan solo nuestro reflejo en las pupilas de los otros. Ambas recordábamos cuando íbamos al parque infantil los domingos por la mañana, y el aburrimiento nos obligaba a hablar la una con la otra; o aquel día que me la encontré llorando, encogida, oculta tras una bufanda, sorbiéndose los mocos.
A veces pasaban semanas y meses sin vernos, pero cuando nos cruzábamos siempre nos deteníamos la una frente a la otra, ella con su caniche pelón y yo con mi oveja. Los perros se olfateaban, y nosotras nos poníamos al día. Y es que hay personas a las que realmente no conoces apenas, pero llevas más de veinte años viendo caminar, sonreír, llorar, girar una esquina, cargar las bolsas de la compra o volver tarde a casa tras el trabajo. Ese devenir común, ese roce impreciso, nada intenso, pero continuo en el tiempo, es quizá lo que termina construyendo la vida de barrio.
"Ese devenir común, ese roce impreciso, pero continuo en el tiempo, es quizá lo que termina construyendo la vida de barrio"
Desde mi ventana, puedo ver y oír, imaginar, puedo reconstruir historias huérfanas, divagar. También puedo inventar lo que no termino de escuchar, y sentir quizá que mi vida es mejor, o quizá peor. Además, puedo transfigurarlo todo y fabular, hacer de Hortaleza un universo inventado, construir pasadizos que conviertan las calles en ríos, los árboles en esculturas de piedra, y descubrir un misterio tras cada puerta.
En otras ocasiones no hace falta, la realidad me produce un asombro tan poderoso que la literatura se queda pequeña. Pues un barrio es como una sala llena de espejos donde día a día nos reflejamos, y esos espejos son ellos, nuestros vecinos, los que nos siguen con la mirada o escuchan tras un visillo; quienes un día te reconocen y otro no, los que solo tienen en común contigo que compran el pan en el mismo lugar; o aquellos que en dos décadas jamás te saludaron, porque nunca llegaron a verte. Sabemos si un matrimonio se rompió, que el hijo llega siempre borracho y orina frente a la casa de sus padres, que la niña del uniforme escolar se hace mujer en el asiento de atrás de un coche, y también sabemos que un día ya no estaremos, pero cuando eso ocurra no sucederá nada, todo seguirá igual.