La metamorfosis que está experimentando Madrid en los últimos años no se entendería sin el uso recurrente del teléfono móvil. Gracias a las nuevas tecnologías, hoy podemos pedir a domicilio cualquier cosa imaginable, o incluso movernos por la ciudad a golpe de clic.
En consecuencia, las calles se han convertido en una suerte de parque temático de la movilidad: furgonetas en doble y triple fila para subirte la compra a casa (ya sea un pendrive, un par de calcetines o la cesta de la compra), riders en bicicletas con cofres de comida rápida jugándose la vida para llegar a tiempo (expuestos a unas condiciones laborales vergonzosas), miles de coches de alquiler por minutos aparcados en cualquier parte, millares de motos de alquiler en las aceras e incluso ahora, también, patinetes.
La fiesta de la movilidad llegó tan deprisa y sin control regulatorio que parece haber copado, por el artículo 33 de su chequera, el espacio de todos. A propósito de esto, cuesta entender que el bar o el restaurante de la esquina precisen un permiso especial (previo pago de costosísimas tasas) para montar su terraza en la calle y, sin embargo, no exista regulación en el uso del espacio público de estos miles de nuevos vehículos gestionados por empresas privadas para su lucro. Empresas que, para más inri, acceden también a cada partida anual de subvenciones destinadas a vehículos ‘cero emisiones’.
Pero aún hay más: en el caso del sector VTC (otra novedad a sumar al resto de opciones no reguladas), hoy circulan por las calles de Madrid 5.200 nuevos vehículos, en su mayoría diésel, y todo indica que esa cifra podría incrementarse en 2.000 vehículos más circulando por las calles sin control de ningún tipo.
No existe plan de viabilidad que justifique el volumen creciente de su flota (más allá del sacrosanto mercado libre), ni por supuesto estudios de impacto ambiental. A mí, como ciudadano, pero también como taxista sometido a una regulación asfixiante (tarifas reguladas, controles metrológicos, homologación exhaustiva del vehículo, seguro especial de ocupantes, permiso municipal previo examen, control horario, revista municipal anual, tasas, pago de impuestos aquí en España…), la situación que describo me violenta sobremanera.
Urge, por tanto, una regulación que anteponga el interés del ciudadano al de un puñado de empresas cuyo método de implantación no ha elegido nadie. No podemos permitir que el futuro de Madrid esté en sus manos.