La mujer de la parada del autobús alzó la mano nada más ver mi taxi libre. Casualmente, justo detrás venía un autobús, de modo que no supe interpretar si aquella llamada iba dirigida a mí o al bus en cuestión. Yo, por si acaso, detuve mi taxi a su altura y el bus paró también y abrió sus puertas.

Llegados a este punto, la mujer dudó por un momento si subirse en uno o en otro, mirando a ambos, pero al fin subió en mi taxi. Llamó mi atención, sin embargo, que el destino indicado coincidiera con la ruta de aquel mismo autobús. Pero también que, al sentarse, adoptara una postura realmente forzada, cubriéndose el pecho con los brazos en cruz, como abrazándose a sí misma.

Ahí me di cuenta que, detrás de ese gesto, detrás de esos brazos, ocultaba algo. Y por eso mismo, por intentar descifrar aquel misterio, frené brusco: lo suficiente para que ella estirara los brazos y evitara golpearse con el respaldo del asiento delantero. Solo así conseguí ver al fin la mancha de su blusa. Una mancha violeta, como de vino, a la altura de su pecho izquierdo.

Me disculpé por el frenazo (“¡Uf, se cruzó un gato!”, mentí) y, al instante, ella volvió a cubrirse la mancha con los brazos. Luego llegamos a su destino, sacó el monedero de su bolso y, al abrirlo y tenderme un billete de diez euros, me fijé en que llevaba a mano su abono transporte. En efecto, había tomado mi taxi con la única intención de evitar la vergüenza de mostrar aquella mancha en un autobús repleto de viajeros.

De todos modos, entendí perfectamente el drama de aquella mujer. Ciertas manchas, más si destacan sobre el fondo blanco de una camisa, nos hacen sentir sucios, incómodos, torpes. No podemos evitar hacer un mundo alrededor de ellas, no podemos evitar pensar en otra cosa hasta el punto de creernos el foco de todas las miradas. Contamos los minutos que faltan para llegar a casa y despojarnos del delito. Hasta somos capaces de pagar un suplemento por evitar miradas juiciosas.

Pero, además, añadiría en este ejemplo a esos otros que llevan manchas que no se ven: manchas en la conciencia o sentimientos de culpa que exceden los dominios de su propia compostura. Lo malo es que ahí no hay brazos capaces de ocultarlo. Lo bueno, que prefieren también moverse en taxi.

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