No sabemos el tiempo que nos queda, ni si volveremos a contemplar un otoño en el barrio, una tormenta al caer la tarde que arranque los colores ocres a las débiles hojas de los castaños y plátanos, sentir el viento frío que corre por nuestras avenidas, las más elevadas.

Ni siquiera tenemos la certeza de poder despertar mañana y asomarnos a nuestra ventana. Queremos rodearnos de certezas, quizá pensamos que así seremos más felices, pero creo que las certezas no siempre nos allanan el camino, no siempre nos ayudan a avanzar y mucho menos a descubrir.

Hace diez años que comencé en este periódico y tal día como hoy de un mes de octubre de hace tres años, les contaba que el barrio de Hortaleza tenía mar, que confiasen en mí, que se asomasen tras un día claro, ya al atardecer, que lo hicieran por el puente de Pinar del Rey, que se detuvieran justo en la mitad del trayecto y mirasen hacia el Cantábrico, los animé a que contemplaran la fina línea del horizonte, cómo corta los mástiles mientras el sol cae por el oeste. ¿Cuántos de ustedes lo hicieron? Probablemente, casi ninguno.

Decía Einstein que en tiempos de crisis la imaginación era más útil que el intelecto

Nos cuesta utilizar nuestra imaginación, aprovecharnos de ella para sentirnos mejor. ¿Es eso malo? Me pregunto si no es precisamente esa imaginación la que nos distingue de un gato o una gaviota. Cuando era niña, mi padre me dijo que tanta imaginación me causaría dolor. A veces los adultos decimos cosas así. Con los años, comprendí que lo que nos hace daño no es esa aprensión falsa de algo, imaginar otra realidad, sino el no saber por qué lo hacemos.

Decía Einstein que en tiempos de crisis la imaginación era más útil que el intelecto. Así que, si todavía a estas alturas del otoño no se resignan a regresar a sus rutinas, ¡benditas rutinas!, asómense al puente más cercano y busquen nuestro mar, verán los barcos fondeados, siguen ahí como el dinosaurio de Monterroso.

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