Soy bajito, así que detecto a quien nos hace la vida imposible a los de mi clase.

Cerca de casa hay un hipermercado, no diré su nombre, ni siquiera mencionaré su origen francés. Allí compro cosas que no encontraría en otra parte. Cuando este tipo de establecimientos abrieron, hace ya años, muchos nos alegramos de tener tanta variedad en el mismo lugar.

Poco a poco fueron aspirando clientes que dejamos de ir a las tiendas de toda la vida. Ellos lo saben, y una vez te han cazado juegan contigo como los gatos con sus presas. Por ejemplo, ponen lo que quieren vender a la altura y a la vista de la mayoría de sus compradores. Lo que no quieren promocionar se queda detrás en las estanterías o, para maldición de los de corta estatura, como el que suscribe, en anaqueles fuera de nuestro alcance.

Tendrían que haberme visto el otro día, buscando algún tipo de escalera (espóiler: NO HAY) para llegar a las galletas que le gustan a mi hijo y que, ¡oh, misterio!, ya no son las favoritas del hipermercado.

Estaban desterradas a más de dos metros de altura. Terminé encaramado a unos palés que había por allí, agarrado a las estanterías, hasta que pude recuperar una caja de las dichosas galletas (además, embalada en plástico, junto a otras 30 o 40), mientras que la gente miraba de reojo, a ver si me caía y se echaban unas risas, o por si lo grababan y lo ponían en alguna red social, qué bien lo pasamos.

Con las galletas en la bolsa, recordé cuando era pequeño, cuando iba con mi madre a los mercados, donde el pollero te conocía por tu nombre (y te vacilaba); donde, para terminar antes la compra, pedías la vez en los ultramarinos, mientras que tu madre compraba en la frutería (Rosa y Manolo, qué éxito tenían), con miedo por si te tocaba el turno y no sabías qué decirle al carnicero. Eran esos lugares donde se olía lo que se vendía, donde escuchabas qué comidas iban a hacer con lo que estaban comprando.

Las galerías comerciales se desvanecen. La de Canillas, donde pasé mucho tiempo cuando era niño, desaparece sin que aún se sepa por qué, tal vez abducida por el gimnasio de abajo: el fitness tiene gravedad propia, amigos. Las tiendas supervivientes (¿dónde haré ahora las fotos del DNI?, ¿dónde me arreglarán los paraguas perennemente rotos?) solo saben que los dueños los echan. En Manoteras, en el mercado, solo resistía un zapatero-cerrajero, luchando contra el acoso y la amenaza de apagón si no pagaba la electricidad de toda la galería comercial.

Seguro que en esas tiendas de barrio no habría tenido que hacer escalada modo rápel para llegar a una caja de galletas que, por cierto, tampoco merecen tanto la pena.

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