Hace un par de semanas mi editor me pidió que le enviara una serie de fotos en pose autor para ilustrar la solapa de mi nuevo libro —que saldrá en papel y en formato electrónico, si los plazos respetan su curso, a finales de enero—. Mi cara es la que es, ahí no caben milagros, pero dándole vueltas al paisaje de fondo pensé que no cabría marco más perfecto que el del parque Isabel Clara Eugenia, el cual, dicho sea de paso, ahora se encuentra muy cerca de mi nueva casa. Y digo que es perfecto porque define en bruto el concepto de belleza casual que pretendo darle al libro —selección de relatos imprevisibles e improvisados a bordo de mi taxi—.

Para el que aún no lo conozca, el parque Clara Eugenia, antiguo palacio de Buenavista, ahora es un nicho de skaters, paseantes con o sin perro y conferenciantes al uso, y desprende esa mezcla exacta entre la erosión natural de la belleza clásica y las nuevas formas de expresión urbana que tan bien se amolda a estos tiempos confusos de choque generacional, de chavales absorbidos por sus teléfonos móviles y abuelillos que aún acuden a la compra con su lista escrita a lápiz en papel de estraza.

Columnas románticas y graffitis conviven en perfecta armonía silenciosa sólo viciada por el ruido del crujir de pisadas sobre las hojas de otoño: es un viaje al pasado calmo sin olvidar los gritos sordos del presente canalla. Así que allí acudí, con mi fotógrafa de cabecera y a la sazón mi esposa, que es la única capaz de retratar mi lado bueno, o al menos eso dice ella.

Me echó un buen puñado de fotos con graffitis y árboles impávidos de fondo mientras los paseantes ignoraban mis poses y los perros me miraban con ojos raros, como pensando: “Están locos estos humanos”. Y tal vez los perros tuvieran razón y no sus amos, ajenos a la belleza intrínseca del parque, pendientes sólo de recoger las heces, cuando tocara, de sus fieles amigos. Caminaban con su música personal e intransferible, sus cascos embutidos en sendas orejas y aislados, por tanto, del bello crujir de las hojas, observando nada más que el movimiento de sus perros. Ajenos, como digo, a los detalles del parque, que son muchos. Inabarcables matices, me atrevería a decir. Tal vez, en fin, sólo me entiendan los perros.

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