Son tiempos tristes para el taxista con vocación de servicio público. Tiempos tristes para aquellos que creemos firmemente en la protección del usuario frente a eso que ahora llaman competencia: ese coche de aspecto caro, ese uniforme corporativo, ese trayecto gélido e impersonal que mañana será, si la Administración no lo remedia, la única opción de movilidad puerta a puerta en las ciudades.

Una opción basada en algoritmos, tarifas dinámicas según demanda, condiciones de uso que eximen a la empresa de toda responsabilidad, la venta de tus movimientos y tus datos bancarios a no se sabe quién (big data, lo llaman), que tu dinero acabe tributando en paraísos fiscales y chóferes con sueldos de miseria jugándose la vida y la salud para lucro exclusivo de unos pocos.

En definitiva, una opción basada en convertir al usuario de un servicio esencial y regulado como es el taxi en un cliente secuestrado por las decisiones de tal o cual consejo de administración.

Quieren destruir la mano alzada. Quieren que todos pasemos por el aro del intermediador de servicios, del inversor que solo pone el cazo a costa del sudor de los de abajo. Quieren hacerte creer que la revolución tecnológica es buena para todos y no una simple excusa que esconde un cambio de modelo económico hacia el liberalismo más atroz.

Además, quieren acabar con la literatura que esconde el azar: ¿te imaginas a una novia a la fuga, saliendo a toda prisa de la iglesia y teniendo que volver a por el móvil, y salir de nuevo, y abrir la aplicación, teclear destino (qué destino, se preguntaría), para luego esperar en plena calle esos 6 minutos que le indica la pantalla? ¿Acaso hay algo más contrario a la literatura que esta imagen?

No soy quién para decirte con quién has de quedarte. Si conmigo, con el servicio público regulado por la Administración (es decir, por ti), con la página del libro que escribo a diario en mi taxi, o con aquellos lobbies que doblegan las leyes de un país e imponen su modelo de negocio a golpe de talonario.

Solo te pido que pienses en que todas tus decisiones, todas, por pequeñas o grandes que sean, acarrean consecuencias. En que el reclamo atractivo y moderno de hoy, con sus descuentos promocionales y sus botellitas de agua, será la precariedad del mañana. La de tus hijos. La de tus nietos.

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