Decía Baudelaire que no podía concebir la belleza sin un atisbo de melancolía. Me pregunto, entonces, si el otoño no será la estación más bella del año, aquella en la que la melancolía se posa sobre las hojas doradas de nuestros árboles y tiñe de sangre al arce a medida que va perdiendo la clorofila o el suelo se convierte en una alfombra inmensa tejida por los retales exhaustos del verano.

La luz se desprende a las cinco de la tarde y en los días nublados, aunque los colores estallan tras el gris plúmbeo, la noche empuja. Se ven menos gatos por el barrio, hibernan en garajes, edificios abandonados o en las casas de sus dueños. En cambio, los perros parecen tener más energía que nunca.

Somos un barrio donde convive la comunidad judía con católicos, protestantes, ortodoxos, ateos, musulmanes y muchos centros de culto

Esa melancolía no solo la trae el otoño, también el sufrimiento ajeno, sabernos a salvo en nuestro barrio, mientras otros pierden sus casas, a su gente y languidecen bajo los bombardeos. Esa melancolía parece que se nos está pegando al cuerpo como un esparadrapo grueso que, al arrancarse, arrastra con él las pieles más finas y sensibles. Siempre me digo que vivimos entre algodones, que nuestro barrio es un remanso de paz, un refugio multicultural y tan colorido y diverso como el otoño.

Somos un barrio donde convive la comunidad judía, una de las más importantes de la ciudad, con católicos, protestantes, ortodoxos, ateos, musulmanes y muchos centros de culto que pasan desapercibidos, pero que están ahí, aunque no siempre los veamos. En cualquier comunidad, el bien más preciado, el único que puede preservarla eternamente, es la convivencia. Si no sabemos convivir, nos extinguimos, pero, si sabemos hacerlo, crecemos, nos reforzamos.

O si no, fíjense ustedes en los Rolling Stones, ahí están, sesenta y pico años después. Me gusta que mi barrio sea variado, porque siento que formamos parte del mundo y no somos una quimera, un artificio, un reducto amurallado.

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