El bibliobús venía los sábados y se ubicaba en la calle Santa Susana, frente al bar La Paloma y la droguería La Estrella, de Felipe, en un Parque de Santa María medio a construir, era una camioneta Pegaso de color azul y matrícula M-600.000 (más o menos), que por dentro olía a libro viejo y al cálido perfume de la bibliotecaria.

Estamos en 1972. Hortaleza estaba entonces lleno de niños y de niñas, ellos jugando al fútbol y ellas a la goma, niños y niñas por todas partes, de aquí para allá, en aquellas mañanas de sábado de invierno de sol amarillo y risueño sobre las aceras del barrio. Hortaleza había crecido en aluvión, como tantas otras barriadas de Madrid, se levantaban aquí edificios por todos sitios, pero no había ningún colegio público, hasta que el Filósofo Séneca, cerca de la UVA, se inauguró muy a finales de los setenta. Estaba, sí, el colegio Azorín para los niños cuyos padres podían pagar los estudios.

La bibliotecaria del bibliobús era una señora educada, culta, rubia, con una paciencia infinita

La bibliotecaria del bibliobús era una señora educada, culta, rubia, con una paciencia infinita, de unos 45 o 50 años, por lo que a los niños nos parecía viejísima, pese a lo cual la llamábamos señorita, como a la maestra del colegio.

Rara vez se formó cola para acceder al bibliobús, pero en alguna ocasión se confundió la fila de los que iban a devolver o recoger algún libro, con los que aguardaban junto a una cabina telefónica, que estaba al lado, con gente esperando a hablar por teléfono con el bolsillo lleno de pesetas y protestando a los que se excedían en la llamada. Porque a gran parte de los domicilios de Hortaleza no llegó el teléfono hasta mediados los años setenta. De modo que, para recibir conferencias de familiares que vivían en otras provincias o en el extranjero –Alemania, sobre todo–, había que acudir al teléfono del bar del que se fuera cliente.

LITERATURA AMBULANTE

Una de las mayores aglomeraciones en el bibliobús se produjo cuando un profesor del Azorín ordenó a sus alumnos leer Platero y yo. La bibliotecaria tuvo que recurrir a su paciencia de acero. “Señorita, ¿tiene Platero y yo?”. “Señorita, ¿me lo puede traer el sábado que viene?”. “Señorita, ¿es verdad que muere Platero?”. “Señorita, ¿hay novelas de El Coyote?”.

Para nosotros, acceder al interior del bibliobús suponía emprender una aventura maravillosa junto a Tom Sawyer, o una batalla con Astérix, o un viaje fascinante conducido por Julio Verne. Había también en aquellas pequeñas estanterías novelas de Fernando Vizcaíno Casas –muchas– o de Manuel Vázquez Montalbán –pocas–, y alguna pieza teatral de Juan José Alonso Millán.

Aquella biblioteca móvil hizo lo que pudo por la cultura en Hortaleza

Un sábado entró un señor despistadísimo a preguntar si tenían allí periódicos. Porque casi no había quioscos de prensa en Hortaleza. Además, los barrios estaban muy mal comunicados unos con otros, constituían zonas aisladas entre sí, con descampados y muchas obras, ya está dicho, por todos sitios. Pero a partir de las cinco de la tarde acudía diariamente un hombre que vendía As y Marca, más los periódicos vespertinos, Pueblo e Informaciones, en la puerta del bar Pisuerga –entonces se llamaba así–, también en la calle Santa Susana.

El bibliobús, a partir de 1975, pasó a venir los jueves en lugar de los sábados. El bibliobús nos conectó con una literatura ambulante, pero aquellos libros leídos se quedaron dentro de nosotros para siempre. Un día, a mediados de los ochenta, dejó de venir. Pero ahí sigue, desafiando al tiempo y a la melancolía, la vieja señal de tráfico que indica que se prohíbe aparcar allí, salvo los jueves, que puede hacerlo el bibliobús.

Tal vez ese poste continúe por si el bibliobús regresa algún día. Pudiera ocurrir. Pero nosotros no volveremos a tener 10 años, para hablarnos de tú a tú con Huckleberry Finn, habitante invisible de aquella biblioteca móvil que hizo lo que pudo por la cultura en Hortaleza.

Bibliobús

Señal en la calle Santa Susana que indica la prohibición de aparcar los jueves de 11.30 a 14.00 horas, excepto el bibliobús. JULIA MANSO

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