Belén y César, vecinos de Sanchinarro y padres de la encantadora Luna de nueve años, forman una familia que se podría definir como “típica” (y el entrecomillado no es casual). Ella trabaja como enfermera y él es tornero. Afortunadamente disfrutan de cierta estabilidad económica -aunque en los tiempos que corren cualquier estabilidad puede pasar de estática a inestable- lo que podría inducirles a una “vida colchón”, de consumo por el consumo y de anestesia televisiva sin más.
Anteriormente vivieron en Alcobendas y fue allí donde Belén contactó con la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui (existente en casi todos los pueblos del Estado) y donde comenzó a tomar conciencia de la situación actual de quienes habitaban la ex colonia española. Como otras familias en el Estado, Belén, César y Luna consensuaron acoger en su hogar a un niño o niña saharaui a través del programa Vacaciones en Paz, por el que las familias españolas pueden rescatar del desierto y de sus 50 ºC, durante los meses de verano, a menores saharauis de entre ocho y doce años. Además de los motivos de salud y humanitarios, se trata una oportunidad para que conozcan otras culturas, idiomas y costumbres. De este modo, la familia acogedora se ha visto incrementada en otra niña de once años llamada Aya, procedente del campamento de refugiados de Bojador.
Aya es extremadamente delgada, tímida, de sonrisa luminosa y con pocos conocimientos del español; aún así, congenia perfectamente con Luna, que ejerce de hermana mayor aun siendo dos años más joven que Aya.
La familia nos cuentan ilusionada que, tras los exámenes médicos y recepciones pertinentes, irán a Gandía unos quince días y Aya conocerá el mar por primera vez. Cesar habrá de volver a Madrid para continuar trabajando y, cuando disponga de vacaciones, marcharán los cuatro para Jaca, esta vez paisaje de montaña. Todo ha sido pensado y encajado para el disfrute de la pequeña saharaui.
Belén nos confiesa que ha tenido que solicitar una excedencia sin remuneración durante el mes de agosto para poder estar todo el verano junto a sus dos hijas, algo que cuenta con alegría, sin el menor atisbo de queja.
Esta alegría se hace más patente, si cabe, cuando detallan las primeras reacciones de Aya al llegar a esta casa: la sorpresa cuando giró el grifo y vio fluir el agua, el asomarse a la ventana de un tercer piso y desde allí contemplar árboles y zonas verdes, la piscina comunitaria, el que el coche suba y baje las ventanillas en automático o el que se quede embobada mirando un collage que Luna hizo en el colegio. Y en todas sus reacciones y risas ya se vislumbra la complicidad familiar.
Tanto para Belén como para César, cuando tomaron la decisión de traer a Aya, uno de los planteamientos más importantes era poner a su hija en contacto con otra realidad, otras formas de vivir y que aprendiera a dar valor a lo que tiene a la vez que tome conciencia de las carencias de otros, formándose en valores como el respeto y la solidaridad.
Seguro que estos dos meses de convivencia van a ser inolvidables para los cuatro. Se trata de experiencias que crean lazos de afecto y que suelen mantenerse a lo largo del tiempo.
En la inevitable despedida, habrá lágrimas, pero los vínculos entre el distrito de Hortaleza y el campemento de refugiados de Bojador, entre Aya y Luna, son un ejemplo de esperanza para la justicia, la solidaridad y la paz.
La pequeña Aya (a la izquierda) en su casa de acogida en Sanchinarro / Foto Ángel Sánchez
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