Es tres de agosto, las hojas de los plátanos crujen y caen mortecinas, nadie camina por el asfalto candente, las fuentes hortalinas no hablan, pero al llegar a casa recuerdo que, desde mi ventana, siempre veo inmensos bosques, lagos de agua color esmeralda, cantos de río que cambian de color y noto la brisa con la que la naturaleza golpea el cristal.

Sigo pasando las páginas y construyo una cabaña con mis propias manos. Todo lo tengo aquí. No necesito coger aviones, ni hacer largas colas en estaciones o pegarme por un polo de limón, no necesito nada más que uno de los libros más reveladores para cualquiera que ame la naturaleza: Walden o la vida en los bosques que Thoreau escribió cuando comprendió que en la gran ciudad le sobraba casi todo.

Desde mi ventana puedo saltar a la copa de un árbol y contar las estrellas, comer, dormir y enamorarme entre las ramas de un roble o un cedro, solo tengo que acompañar al ciudadano Cosimo para sentirme realmente libre, como quizá se sintió Italo Calvino cuando escribió El barón rampante.

No necesito coger aviones, ni hacer largas colas en estaciones o pegarme por un polo de limón, no necesito nada más que un libro

También desde mi ventana, puedo sentir la furia del agua que atraviesa los valles, las piedras de río, la noche misteriosa que se cierne sobre mi cabeza mientras voy subida en un carro de madera, como la familia Bundrem y su odisea sureña que tan bien retrató William Faulkner.

Desde mi ventana veo un faro a lo lejos, me llama, y el sonido de las olas pone el estribillo a mi paseo matutino, camino por el tiempo incierto de la Inglaterra de Virginia Woolf. Y, de repente, me sumerjo en el golfo de California en busca de la perla perfecta, como quizá lo hizo Steinbeck, de la mano de los pescadores, lo más pobres, los que sueñan.

Seguro que la imaginación que lanzan las hojas que pasan, una tras otra, hace que se olviden de los cuarenta grados, del polvo, el asfalto y de todo un poco

Si quiero despertarme entre tesoros, cierro mi ventana y dejo que Justine me enseñe la vieja Alejandría junto a Lawrence Durrell. Al atardecer, levanto la mirada un poco más allá, hacia el valle de Iguña en Cantabria y unos niños corretean por El camino de Delibes, buscan en el pueblo un futuro que no todos entienden.

Desde mi ventana me elevo incluso más allá de Júpiter y Orión, levanto la persiana y un mar color burdeos y dos soles me recuerdan que he despertado en Solaris, ese rincón del universo de Lem en el que es mejor no dormirse.

Desde mi ventana recorro ese mundo que puede ser tan grande como cada uno de nosotros quiera que sea. En cada libro hay una conquista, una revelación, un encuentro. La inmensidad está en nosotros, así que viajen ustedes desde sus ventanas, seguro que la imaginación que lanzan las hojas que pasan, una tras otra, hace que se olviden de los cuarenta grados, del polvo, el asfalto y de todo un poco.

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