Porque “no todas las novelas tienen que pasar en París, Nueva York o Buenos Aires”, Silvia Laforet (Madrid, 1969) utiliza Hortaleza para presentar una historia de solidaridad, un mundo real que contrasta con la violencia diaria con que nos saturan la televisión y otros productos culturales. “Me apetecía hacer una cosa optimista, que pusiera de manifiesto que todavía hay gente buena en el mundo y que no es nada irreal o fantasiosa porque casi todo lo que se cuenta ha pasado o han pasado cosas parecidas”, declara la autora.

La historia que nos cuenta Silvia es, en el fondo, un retrato de gentes que conoció en su bloque de la avenida Virgen del Carmen, donde aún reside su madre, y en los bloques de sus amigas “subiendo y bajando de las casas de unos a otros”. Los personajes de Alicia, Fernando, Ángeles, Roberto, Dolores, Rodrigo o Alegría, entre otros, forman una comunidad en la que hay mucho de quienes construyeron Hortaleza “cuando la mayoría de los parques eran descampados”. Sin embargo, la novela se sitúa en el hoy, un tiempo marcado por las tecnologías, el paro y por acontecimientos como la tragedia del Madrid Arena, elementos que se insertan en la trama para marcar cada desenlace individual en lo colectivo.

Tras una novela corta, varios ensayos, artículos y relatos, Dónde puedo alquilar una primavera es la primera novela publicada por Silvia Laforet, quien se inició en las lides literarias pronto, a los cuatro años, según publica la editorial mr. Otro momento temprano fue en su colegio, La Inmaculada, frente a su casa. Con la también escritora hortalina L. G. Morgan, creó “con doce o trece años un periódico infantil”.

Sin embargo, Silvia reconoce que estos referentes culturales eran excepciones. Hortaleza era un barrio “de gente que no llega a fin de mes, gente muy trabajadora, toda la vida trabajando para pagar el pisito y para que los hijos tuvieran educación, llegaran a la universidad ”. Sus padres se habían instalado en Hortaleza porque “tenían seis hijos y un solo sueldo que no daba para comprar un piso en el paseo de Rosales”, comenta con ironía.

En gran medida, el mundo vecinal de la novela de Silvia es un reflejo de la vida de barrio que conoció en su niñez y juventud. En su memoria está “lo cotillas que eran las vecinas que iban contando a las madres…”, pero “te conocían y también se preocupaban y, si te pasaba algo, sabías que estaban ahí”. Al mundo de jugar en la calle con siete u ocho años, le siguió el de los parques en la adolescencia: “el parque de Manoteras (doña Guiomar) era mi segunda casa y la estación de Hortaleza…, ¡eso era un mito!”.

Precisamente un pasado que nutre su novela porque “el libro es un homenaje a cierto tipo de personas, a cierto tipo de vida, a la solidaridad, al coraje, a la gente trabajadora, es decir, lo que yo he conocido allí”.

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