Me ha vuelto a pasar. El otro día llevé en mi taxi a una mujer que, desde la primera frase, desde el primer comentario casual, encajó conmigo como dos piezas de un puzle de dos piezas. Fue una de esas conversaciones que comienzan casi por inercia, sin rumbo aparente, pero que en seguida fluye y fluye hasta borrarse las calles, olvidar las rotondas y casi también los semáforos.

A medida que avanzaba la charla entendí que, en lo referente a la palabra, estábamos hechos el uno para el otro: teníamos el mismo, exacto, sentido del humor, la misma visión cínica del mundo, los mismos miedos o las mismas ansias.

En aquellos escasos veinte minutos que duró el trayecto fuimos como dos gotas de agua, el espejo del reflejo del otro, una suerte de partida de ajedrez con vocación de empate y sin rival: dos peones blancos, o dos alfiles negros, jugando en un tablero infinito por el simple placer de avanzar juntos.

Fue, digámoslo así, un flechazo inmaterial; obvié su cuerpo, su edad, su condición de mujer o mi condición de hombre. En ella, no encontré sensualidad ni belleza, o tal vez sí. Una belleza ciega y sensorial centrada en la conjugación de nuestras voces.

Ojalá el destino hubiera sido otro. A Noruega o Katmandú. Pero llegamos a Hortaleza (sí; además de todo, también vivía en mi barrio) y, al pagarme y pedirme un recibo, no pude evitar sentir la tristeza del taxista interruptus. Por suerte o por desgracia, me bloqueé, fui lento de reflejos, cobré lo que tocaba y se marchó, seguramente para no volver a vernos nunca más.

Me habría encantado prolongar aquel trayecto café mediante, o simplemente allí mismo, en mi taxi, charlando ya sin taxímetro por el simple placer de mantenernos un rato más embebidos en esa agradable sensación de afinidad.

Pero, ¿cómo pedirle que se quedara conmigo sin caer en interpretaciones erróneas? ¿Cómo decir: “Eh, charlar contigo me hace sentir realmente bien; quédate y prolonguemos esto” sin que ella lo tomara como un intento de cortejo por mi parte?

No había tal intención, es decir: soy un hombre felizmente casado y ella lo será también o no, no llegué a saberlo ni me importa. Aunque bien es cierto que tampoco le he contado esto a mi mujer, tal vez por miedo a que ella también lo interpretara mal. Solo soy valiente cuando escribo. Ya ves tú.

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