El barrio que me vio nacer no quiso ver crecer a mi hija. No había plazas disponibles en los colegios públicos de la zona, de modo que tuvimos que ampliar el radio y, además, sopesar la idea de mudarnos de casa. Fue en segunda convocatoria, después de un calvario de entrevistas y sorteos fallidos, cuando al fin nos dieron plaza en un colegio público del distrito de Barajas.
Corría el mes de junio y el siguiente paso, por motivos de orden logístico, fue buscar un nuevo piso de alquiler a mitad de camino entre el nuevo cole de nuestra hija y la oficina de mi mujer. Uno nunca sabe lo compleja que es la vida de un adulto hasta que no se ve en estas tesituras.
El caso es que, al final, encontramos un piso que, aunque ciertamente pequeño, cumplía el requisito de la ubicación perfecta, pero nos topamos con una nueva traba: el precio. Carísimo. Por alguna razón, de un tiempo a esta parte, los alquileres se habían disparado a niveles totalmente irreales.
De hecho, pudimos constatarlo una vez instalados, charlando con nuestros nuevos vecinos. En pisos iguales (mismos metros cuadrados y número de habitaciones), había diferencias de hasta 300 euros en función del tiempo que llevaran de inquilinos. Los más antiguos pagaban menos, pero solo durante los tres primeros años de contrato (por ley, los tres primeros años solo pueden subirte el IPC), pero, transcurridos los cuales, el arrendador en cuestión subía la renta hasta tal punto que muchos, la mayoría, decidían largarse.
En los meses que llevamos aquí, ya son cuatro, que yo tenga constancia, los vecinos que han tenido que hacer las maletas por no poder soportar semejante subida. Vecinos que, dicho sea de paso, trabajan los dos, ella y él, son dos sueldos y, aun así, no pueden soportar pagar la subida de alquiler de un piso normal en un barrio normal.
Se marchan a Pinto, a Rivas, a Getafe, incluso a Guadalajara, para empezar una nueva vida lejos de sus familias, de sus amigos, de sus trabajos y de su entorno. No hay mes que no encuentre un nuevo cartel de “Se alquila” colgado de algún ventanal y el motivo siempre es el mismo. No hay control sobre los precios, no hay posibilidad de arraigo, de pertenencia a una zona o un entorno. Poco a poco, euro a euro, nos están echando del mapa.