En noviembre de 1962, España estaba gobernada todavía por un general que había ganado una guerra y se hacía llamar el Generalísimo. No funcionaba el Parlamento y los partidos políticos estaban prohibidos: nuestro país era una dictadura.

En noviembre de 1962, Alemania se recuperaba de otra guerra con la colaboración de miles de trabajadores españoles que dejaban la fuerza de su juventud en fábricas y cuyos jefes hablaban una lengua desconocida.

En noviembre de 1962, se acababa de construir en un descampado de Hortaleza la colonia de Pinar del Rey, que iba a ser el hogar de cientos de familias trabajadoras, venidas de los pueblos de la escasez y de los suburbios de la esperanza.

En noviembre de 1962, mis padres, que tenían 30 años y unos pocos marcos ganados en Alemania, abrieron en ese barrio una pequeña zapatería sin tener ni idea de lo que era vender un par de zapatos. La llamaron Calzados Jolca. JOL de José Luis y CA de Carmen.

Parece que fue ayer, pero han pasado más de sesenta años y dos generaciones. Pronto Jolca cerrará para siempre porque el Estado nos premia con una pensión de jubilación y los amigos nos regalan un juego de petanca.

Cuando aún no habían llegado los colegios públicos, ni los ambulatorios, ni los autobuses de la EMT, las tiendas ya estaban allí

Cuántos pares de zapatos y zapatillas. Hay clientes maduros que nos cuentan entusiasmados que su madre les compraba en nuestra tienda los zapatos del colegio. Hay mujeres con nietos que recuerdan sus primeros zapatos de tacón.

Nosotros, la droguería de mi tío Mauricio, la farmacia, el bar Los Chicos, los ultramarinos de Miguel. Los negocios familiares, la grandeza del pequeño comercio. Un paisaje humano que se va borrando y que hizo de los barrios lugares dignos para vivir. Cuando aún no habían llegado los colegios públicos, ni los ambulatorios, ni los autobuses de la EMT, las tiendas ya estaban allí.

Aún veo subir renqueante la camioneta cargada de gente por la cuesta de López de Hoyos. Fuera llueve como llovía en Madrid, seguido, sin pausa. La tienda está llena de familias, los niños enredan y no quieren probarse las botas de agua. Mi padre y Orlando tratan de poner orden y cuentan chascarrillos. No sé cuántas katiuskas se han vendido esta mañana. En la puerta, los niños gritan y pisan los charcos.

Tenía 13 años cuando empezó en la tienda. Familia recién llegada a Pinar del Rey procedente de un pueblo de Córdoba. Hace pocos años se jubiló en Jolca. Cuando le preguntaban cómo se llamaba, siempre contestaba “Orlando, como el tomate”. “Ese chico alto del bigote”, le sigue recordando la clientela. Mi padre y Orlando.

Jolca

Género de Calzados Jolca en la calle López de Hoyos. SANDRA BLANCO

Mañana hay elecciones después de tantos años. Hemos tenido un sábado muy bueno, la gente quiere estrenar zapatos para ir a votar. Van a levantarse pronto, están acostumbrados a madrugar. La clase trabajadora ha recuperado su derecho a elegir a sus representantes. Han vuelto al colegio y aguardan su turno contentos y esperanzados. Como niños con zapatos nuevos.

A finales de los setenta, alguna noche nos despertaba la policía porque habían entrado en la tienda. Cristales rotos. Se habían llevado unas cuantas John Smith y unas cuantas Yumas con sus rayas naranja. Delincuentes pobres, huellas de caballo. En los ochenta, las niñas querían ser princesas y los escaparates se llenaron de bailarinas de colores, como si Hortaleza fuera París.

Un día mi padre se cansó y dijo que siguiera yo. Hicimos una reforma con maderas claras de fresno y grandes lunas para tener mucha luz. Trajimos Fluchos, que eran caros, pero muy cómodos, y la gente ya se los podía permitir. Después, nos atrevimos y pusimos otro Jolca en la calle Mar Menor. Llegaba el año 2000 y éramos jóvenes aún. Dos tiendas para defendernos de los centros comerciales. Dos tiendas para poder vivir.

Una zapatería también es una forma de ficción, una puesta en escena esperando la reacción del público. El trabajo de muchos meses volcado en un escaparate. ¿Habremos acertado? ¿Gustará lo que presentamos? Cuando arranca la temporada y las ventas responden, nos parece que suenan aplausos. La ficción cobra sentido, pero no siempre se vende. En un comercio se convive con el vértigo. Hay días oscuros en los que los clientes desaparecen y sospechas que se han perdido por internet. Mientras vuelven, fantaseas con un sueldo fijo, pero sin jefes.

La historia de nuestra tienda es la historia de nuestros barrios

Sin sueldo fijo, sin olvidar de dónde venimos, hemos llegado hasta aquí. Empezamos vendiendo zapatillas para vecinos humildes y hemos terminado vendiendo zapatos de calidad para trabajadores acomodados. La historia de nuestra tienda es la historia de nuestros barrios. Nos gustaría haber contribuido a hacer su vida mejor.

Hace unos días, cerramos Mar Menor. Rocío casi veinte años con nosotros. Ana, toda una vida. Sin ellas, sin su empeño, nada habría sido igual. Mi agradecimiento va más allá de cualquier palabra. Confiar así en alguien ha sido una bendición.

Son los últimos días de liquidación en López de Hoyos, y Ramón, que es muy bromista, se acuerda del chiste de la caja de zapatos. El cliente: “Oiga, ¿no tiene algo más ancho que esto?”. El dependiente: “Sí, la caja”. Últimos pares. Últimos chistes.

Mi padre murió hace dos años. Mi madre tiene 92. Mi hermano es profesor y mi hijo también. Aquella pareja de emigrantes se estaba inventando nuestras vidas. Calzados Jolca. JOL de José Luis y CA de Carmen.

Jolca

José Luis Fernández Suárez, hijo de los fundadores del negocio, en el almacén de Calzados Jolca. SANDRA BLANCO

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