El otro día conocí a tres personas mayores: Begoña, Jesús y Manuel. Los tres viven en el poblado de Canillas. Sus casas están en la calle Castromonte y en la calle Castronuño. Manuel tiene suerte porque apoyada en la fachada de la casa de enfrente de la suya hay una placa retorcida y rota en la que, afortunadamente, aún se puede leer el nombre de la calle. Begoña y Jesús son menos afortunados. En su calle no hay ninguna placa aunque se la han pedido en innumerables ocasiones al Ayuntamiento. Si alguien tiene que ir a su casa (el médico, por ejemplo), ellos deben salir a esperarle a la calle de abajo para guiarle.
Las calles de los tres están sin asfaltar y en invierno, si llueve, Begoña no se atreve a salir, no sea que se resbale y se caiga. El alcantarillado termina en su casa y un empleado del Ayuntamiento tiene que pasarse por allí, de vez en cuando, a limpiar la alcantarilla. Los barrenderos, claro, no han pasado por allí nunca. Las papeleras, los bancos, o el alumbrado público no se conocen tampoco por esta zona. Las casas están llenas de humedades y el agua les sale con tierra. Todo esto, aunque ustedes no se lo crean, está pasando en un lugar que está pegado a la carretera de Canillas, en nuestro barrio, en la capital de España, y sucede ahora mismo, no es cosa del pasado.
Lo que sí que es del pasado fue la mudanza hace 57 años, cuando les alojaron allí provisionalmente con la promesa de darles después una vivienda definitiva tras haberles expropiado su casa anterior. También pertenece al pasado la promesa que les hicieron hace 27 años de reformar las casas para que pudieran vivir allí con dignidad.
Hace un par de años el IVIMA empezó a construirles esa vivienda definitiva, con tan mala suerte que alguien puso unas escaleras de lata absolutamente increíbles, alguien decidió que esas escaleras no servían porque no cumplían ningún tipo de norma de edificación y alguien decidió paralizar las obras hasta que se solucionara el asunto de las escaleras. De esto hace ya más de un año.
Manuel opina que se lo toman con calma porque, como ya son mayores, y se van muriendo, dentro de poco no quedará ya nada que solucionar. Cuando se empezaron a construir las casas eran treinta y tantos vecinos y ahora ya no quedan más que ventitantos. En cuanto a Begoña y Jesús, nadie del IVIMA se ha molestado en contactar con ello: no saben si les han asignado casa allí o no.