Gracias a la anestesia nuestras vidas son más tolerables. Un pinchazo en la encía y notas, sin desmayarte de dolor, cómo el dentista forcejea con tu muela para arrancarla. Un trozo de tu vida, un testigo de tus sonrisas, un cómplice de tus mordiscos, desaparece de repente. Lo que queda es ese extraño hueco donde no se sabe qué hubo. Sólo se percibe que falta algo, que esa boca antes fue otra.
Hortaleza, Madrid, y casi todo el mundo que nos rodea son ahora bocas melladas, están llenos de huecos, esos restos en el suelo de lo que fueron los quioscos, que internet ha arrancado de nuestras calles como un sacamuelas sin misericordia, con la anestesia del progreso y de la comodidad, que nos han hecho contemplar sin conmovernos cómo extirpaban un pedazo de nuestra vida.
Cuando dentro de siglos los arqueólogos del futuro excaven y encuentren esos raigones de los quioscos tendrán que hacer muchas cábalas para saber cuál era su función. Puede que piensen que eran lugares de culto. Y no se equivocarían. Durante más de un siglo en esos lugares se encontraban artefactos tan sagrados, y por eso tan peligrosos, como la prensa. Las noticias, cuando eran algo más que un post en una red social. La información, ese material inflamable. Todo al alcance de su mano por unas monedas que probablemente no compensaban a los quiosqueros que estaban allí cuando amanecía para recibir el paquete enorme de periódicos.
"En los quioscos se olían las golosinas, allí te encontrabas con vecinos que también iban a asomarse al mundo. Era pura vida"
Allí vivían los tebeos, las revistas con sus fotografías de colores que no se podían pellizcar para ampliar pero llenaban nuestros ojos. Eran el hogar de los cromos (sile, sile, nole, sile), de las colecciones que empezaban en septiembre y nunca nadie podía terminar porque siempre faltaba un último fichaje que no estaba en ningún sobre. En los quioscos se olían las golosinas, allí te encontrabas con vecinos que también iban a asomarse al mundo. Escuchabas la radio del quiosquero que te saludaba a primera hora de la mañana, era pura vida en un lugar tan pequeño como imprescindible.
Cada vez que cierra un quiosco de prensa —apenas queda ya algo más de una docena en Hortaleza— se pierde todo ese espacio de nuestras vidas, se evapora otro territorio donde compartir algo, nos encerramos un poco más con nuestras pantallas.
¿Acaso es lo mismo desayunar un fin de semana leyendo un periódico en papel que sujetando un teléfono móvil que apenas se ve? Sólo por esa aportación a la civilización, los quioscos merecen sobrevivir más allá de los museos y los libros de historia.
Apenas una docena de quioscos de prensa resisten en todo el distrito de Hortaleza



