Hace ya unos meses conocí de verdad a Federico. Guardaba silencio junto al catre de su celda. Miraba impotente como en ensueño, quería gritar y no le salía. Había miedo en sus ojos y pena, mucha pena.
Yo estaba sentada en la butaca de aquel teatro y su mirada coincidió con la mía, mientras, danzaba su poesía a través de cuerpos de mujer y la música de su alma era un violonchelo. De repente, la Luna se tornó roja y su voz fue ya la mía.
Desde entonces no hago otra cosa que gritar su Silencio y lo he traído a nuestro distrito, al Centro Cultural de Sanchinarro, a nuestro barrio, a nuestra cárcel y a nuestra casa; para que Federico os mire a los ojos y hable por vuestras bocas, para que nunca se mueran sus versos, para que el teatro no se quede en la cuneta, para que su grito de amor verdadero nos inunde y nuestros corazones sean siempre sus musas, para que haya Silencio y podáis escucharlo y sentirlo, para que la Luna ya no sea la misma en vosotros cuando se torne roja.