Las casas familiares, como los nidos, se vacían. Una casa vacía deja de ser una casa y se convierte en cuatro ladrillos y un silencioso aire frío que recoge ecos y voces que se sienten, pero que no se oyen. Aunque a veces los objetos mantienen el calor de antaño, ellos también enmudecen, porque nadie los contempla.

Hace unos meses, Veintidosaños decidió irse de casa, no porque estuviera mal, ni mucho menos, sino porque quería crecer, su espacio, su vida, su gente y sus proyectos. ¡Lo celebré! Otro hijo que se marcha. Veintidosaños comenzó a buscar un lugar propio en este Madrid complejo, poco amigo de facilitar las cosas a los jóvenes cuando se trata de emanciparse. Un Madrid que parece acoger a unos pocos. Ventidosaños y sus amigos ganan poco, pero ganan algo, lo suficiente como para poder comenzar una nueva vida juntos, en un espacio digno.

Nosotros, sus padres, estamos dispuestos a avalarlos, arrodillarnos y bailar una sardana si con eso el arrendador está contento y tranquilo. Tras cuatro meses de búsqueda por Vallecas, Moratalaz, Moncloa y Carabanchel, fracasaron. En ocasiones las casas no tenían ni ventanas, a veces solo querían familias, otras el alquiler era un atraco en toda regla o pedían fianzas desorbitadas, imposibles de asumir. La frase favorita era: “No queremos jóvenes”.

Tras cuatro meses de búsqueda por Vallecas, Moratalaz, Moncloa y Carabanchel, fracasaron. La frase favorita era: “No queremos jóvenes”

Como no hay que desfallecer nunca, y menos ante las injusticias, finalmente, Veintidosaños y sus amigos encontraron un buen lugar en el barrio en el que comenzar un interesante proyecto. Una mano negra tuvo que intervenir para que el arrendador tuviera a bien acceder a firmar el contrato de alquiler. “Soy del barrio –eso le dije–, del barrio de toda la vida. Somos hortalinos, ten piedad. Son buenos chicos, ni beben, ni se drogan –insistí–”.

Se apiadó de mí y accedió a alquilarles el piso. Hoy, Veintidosaños es feliz. Yo lo soy más, porque lo tengo aquí, cerca, en el barrio. Le dejo que haga la compra en mi nevera, que vaya trasladando aquellos objetos de su habitación que ya nadie mira. A veces quedamos a mitad de camino, charlamos un rato, luego, él se va caminando hacia abajo, yo lo hago para arriba. Cuando se aleja, siempre me giro a mirarlo, él hace lo mismo.

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