'Mercado africano', de Jose María Balboa

‘Mercado africano’, de Jose María Balboa

Busco en el barrio dónde radica el misterio de la creación artística del que hablaba el escritor y ensayista Stefan Zweig. Busco qué es lo que motiva y mueve a un artista plástico a pintar. Todos necesitan un lienzo para expresarse, colores, trazos: algunos lo hacen en sus estudios; otros, en sus casas, y aquellos como Jose María Balboa, en una de las escuelas galería del barrio.

Para Jose María, pintar es superar los reveses de la vida, la enfermedad. “El barrio —como él mismo dice— tiene sus rincones, rincones inspiradores de la vieja Castilla donde, si miras, siempre encuentras.” Sus quince años alejado de Hortaleza, viviendo en Guinea Ecuatorial, se han convertido también en pintura, una pintura cargada de luz en tonos pastel, donde, en ocasiones, lo que sueña es lo que pinta, como en uno de sus sugerentes cuadros titulado Mercado africano.

De Atenas y Teherán a Hortaleza

En cambio, para el pintor Alberto Pina, nacido en Atenas en 1971, crear es, a veces, perder el control, casi la atención, pero, al mismo tiempo, reconoce que está inmerso en todo lo que sucede a su alrededor. Su obra es sutil, elegante, roza el realismo, pero se declara admirador de Picasso. Algunos de sus cuadros me recuerdan a esos paisajes costumbristas de los relatos de la escritora italiana Natalia Ginzburg, donde la tierra se ve y se huele.

Y llegaba el verano, de Alberto Pina

‘Y llegaba el verano’, de Alberto Pina

Alberto, desde hace años, expone en la galería madrileña Utopia Parkway y tiene su estudio en Sanchinarro. Su obra ha recorrido toda la geografía española, se alberga en el Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid y ha formado parte de más de media docena de exposiciones colectivas. Le gustan los espacios límite, a mitad de camino, arrabales, demoliciones, y ve, en los descampados del barrio, lugares que rebosan plasticidad. Mezcla de manera sorprendente el ladrillo y la naturaleza y saca el paisaje de detrás de las bóvedas y paredes, de los muros, como en su cuadro titulado Alameda seca, donde el contraste entre dos vacíos lo llena todo.

Niña, de Mona Omrani

‘Niña’, de Mona Omrani

Dos artistas iraníes, madre e hija, llegadas al barrio desde Teherán, enseñan en una de las galerías de arte que hay en la calle Mesena. Nashrin Rezai y Mona Omrani, su hija, han dejado su huella en un gran número de chavales que acuden a su espacio todas las semanas. Ambas tienen un talento especial para sacar lo mejor de los pequeños futuros artistas.

Para Nashrin, cuyas últimas exposiciones fueron en las galerías Eboli y Durán, la abstracción total del artista solo se consigue en entornos favorables. Su pintura está a caballo entre el impresionismo y el realismo; en su obra, se respira a Sorolla, los jardines, la primavera, la claridad. Para Mona, que vive de la pintura, dar clase es aprender, inspirarse. Hortaleza se ha convertido para ella en el paisaje que utiliza como ejemplo para sus alumnos de la escuela. A Mona, le atrae el gran formato en acuarela, figuras humanas de gran tamaño, que expone en la galería Marmar. Mona rebosa simpatía y mucha paciencia, cualidad imprescindible para enseñar este arte.

El silencio plástico

Ana Díaz, doctora en Bellas Artes, también ha dedicado parte de su vida a la enseñanza, lo hacía en institutos de enseñanza media hasta que los cambios en el sistema educativo de los últimos años la dejaron sin su plaza de interina.

Cuando pregunto a Ana cómo vive su proceso creativo, me cita a John Milton Cage, un filósofo, teórico musical, compositor, poeta, artista, pintor y, en definitiva, un hombre polifacético, figura imprescindible del arte contemporaneo: “Cuando trabajas, todo el mundo está en el estudio —el pasado, tus amigos, el mundo del arte y, sobre todo, tus propias ideas— todos están ahí. Pero, si sigues pintando, empiezan a marcharse uno a uno y te quedas completamente solo. Entonces, si tienes suerte, incluso tú te marchas”.

Pez chino, de Ana Díaz

‘Pez chino’, de Ana Díaz

Al observar la obra de Ana Díaz, comprendes su admiración por Cage, ella también ha aprendido a manejar el silencio, a dibujarlo, a experimentar con él. Sus obras, casi minimalistas, sutiles, están bañadas de huecos donde ese silencio es plástico, casi como los descampados de Alberto Pina, y nacen de un estudio del barrio de Esperanza.

De un país a otro

El pintor y su obra se funden en el caso de Secundino Hernández, uno de nuestros más ilustres y jóvenes artistas. La libertad que escapa de sus lienzos es la misma que esconde su mirada, que está repleta de energía, de ganas. Mira al presente de frente, sabe que su pasado, en algún momento, lo alcanzará, un pasado que —como él mismo dice— también tiene que inventárselo. Pinta desde la experimentación, parece desnudar todo lo que tenga un contorno, un perfil. El blanco recoge destellos, trazos y, de repente, parece que todo explota. Cuando le nombro a Kandinski, se ríe y es que ambos parecen sonar con la misma melodía.

Secundino va de aquí para allá, salta de un país a otro, detrás y delante de sus cuadros, sin importarle demasiado lo que tiene a derecha o izquierda, sin detenerse en lo superfluo, en lo más alejado de su obra. A él, solo le interesa pintar. Fue en casa de un vecino, sin apenas levantar un metro del suelo, cuando descubrió lo que podía llegar a hacerse con un pincel y unas cuantas pinturas. A partir de ese momento, el miedo —como él dice— a lo que sucederá es lo que le dio esa fuerza y esa energía para pintar.

Huye de lo académico, de lo establecido, de lo rancio, en lo que, a veces, se convierte el mundo del arte cuando no sabe ver más allá, cuando olvida lo más importante: crear. Sus inicios, infantiles, son consecuencia de la insistencia de unos padres en alejarlo de las calles del barrio. Piano, inglés, dibujo… Todo cabía en su adolescencia hasta que, al final, se impuso, irremediablemente, el color.

Su juventud contrasta con la intensidad de su día a día, con la clarividencia con la que mira hacia al futuro, donde él mismo, a veces, se asusta al mirar. Padre reciente, se lamenta de las largas temporadas que pasa fuera, aunque, muy a su pesar, le gusta Berlín, ciudad donde reside desde hace unos años y que lo acoge con los brazos abiertos, donde lo cotidiano es más facil.

Madrid lo espera siempre de vuelta, aquí, en el barrio de Hortaleza, en Las Cárcavas, siguen viviendo sus padres y también lo hicieron sus abuelos, que, en los años 30, construyeron su casa con sus propias manos. Recorre mentalmente su barrio de la infancia, lo ha visto crecer y transformarse. En ocasiones y de forma algo repetitiva, las calles, los rincones y los parques se instalan en su cabeza y lo acompañan en este seudoexilio en el que vive. Su empeño en hablar otros idiomas, pese a la falta de oportunidades durante su juventud, lo ha llevado a exhibir sin limitaciones toda su obra por el mundo entero, desde China hasta Miami.

Hablamos con él en uno de sus estudios en Coslada, es un espacio amplio, perfecto para las dimensiones que sus cuadros acostumbran a tener. Unos grandes ventanales se asoman a un parque, donde unos ancianos hacen ejercicios. Él sabe que envejecerá pintando, pero también que, en cualquier momento, la vida puede quitarle lo que ha construido durante tantos años, quizá, por eso, rezuma esa honestidad, curiosidad y vitalidad, la misma que hay en su obra. Le quedan muchos kilómetros todavía por recorrer, no sabe cuántos ni adónde lo llevarán, pero está claro que, desde que empezó a caminar, sabe que es este el camino que quiere andar.

Toda la vida pintando

Carlos García Alix, de la generación anterior a Secundino, acaba de cerrar su estudio de Canillas y busca un espacio donde seguir dando forma a su pintura figurativa, ya que el surrealismo, como él dice, no le calienta el alma. Un alma que suena también a descampado hortalino y a literatura cuando te tropiezas con los nombres de sus colecciones o contemplas una de sus obras titulada El sueño de las mil y una noches, donde la pintura, envejecida, parece salpicarte del polvo que sueltan los libros, los buenos. Hace poco, participó en una exposición colectiva en Casa del Lector, comisariada por Eduardo Arroyo, dedicada a San Jerónimo, patrón de escritores y traductores.

Para Eugenio López de Quintana, que vive cerca del centro cultural Carril del Conde, donde expuso por última vez junto a otros artistas del barrio, su infancia estuvo rodeada de arte. Sus padres vivían y pintaban cerca de la Plaza Mayor y, allí, fue donde comenzó a experimentar con la pintura. Hoy, se centra en la representación de la figura humana y su estilo, según él, es todavía ambiguo. Lee a Chandler, Auster, Borges y Cortázar buscando, quizá, entre tanta diversidad de estilos, el suyo propio.

Juan Martín Bóveda y Elsa Díaz Jurado viven en la colonia El Bosque, están ya jubilados y llevan toda la vida pintando. Elsa también ha dedicado muchos años a la enseñanza, fue alumna de Antonio López, y su obra es de corte realista; además, tiene publicados varios libros sobre técnicas de dibujo. Juan me cuenta que ha tenido que dejar de pintar por culpa de un accidente de tráfico que le fastidió el brazo derecho, por lo que tuvo que cerrar su estudio hace un tiempo, pero busca reanudar su labor artística en breve.

EL SUEÑO DE WESTMORELAND ROAD de Rosa Álamo

‘El sueño de Westmoreland Road’ de Rosa Álamo

Para Rosa Álamo, pintora y también profesora en talleres y colectivos artísticos, la creación artística requiere de la misma creatividad que cualquier otro oficio, pero no le gusta mitificarla, es —según ella— “respeto, trabajo y energía”. Crea en un estudio, pulcro y ordenado, situado en los jardines de la Colonia de Esperanza y, mientras trabaja, escucha los lamentos de las letras de Eels, New Order o PJ Harvey. Rosa me cuenta que, desde la terraza, logra soñar lo que pinta, una de sus obras, Duermen los monstruos, es un cielo hortalino —algo inquietante—, nieve, un gato y una niña. Le obsesionan los gatos, aparecen con frecuencia en su obra, supongo que las obsesiones son para eso, para dejar que paseen por aquello que vamos creando.

Sin título, de Carmen Recasens

Sin título, de Carmen Recasens

Por último, entre figuras oníricas, mujeres con piel de piedra, curvas, árboles humanos, acantilados con forma de ciervo y entretenidos y sugerentes juegos visuales, surge la obra surrealista e inquietante de otra profesora y artista del barrio: María José Perón. Ella, muy activa, algo sinestésica, como su pintura, pone color a la música e intenta no dejar nada por hacer, desde cómics hasta carteles, y ha llegado a ser finalista en varios certámenes madrileños. También Carmen Recasens, asidua al Círculo de Bellas Artes de Madrid y a las exposiciones colectivas, prepara una muestra de su pintura en Áltea para el mes de octubre.

Un barrio, sin duda, que poco tiene que envidiar a la bohemia del centro de la ciudad, donde el misterio de la creación artística del que hablaba Zweig seguirá siendo eso mismo: un misterio.

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