Todos los jueves, caigo en la misma contradicción. Es el día que libra mi taxi, y aprovecho para limpiar la casa, hacer gestiones y ocuparme de la compra semanal.

Es en este punto donde suelo odiarme en secreto. Sin duda, podría hacer la compra caminando, carro en mano, de tienda en tienda: a la frutería del barrio, a la ferretería, a la droguería, a la librería-papelería para hacer acopio de cuadernos, bolis (soy un diógenes de los bolígrafos) o la última novedad editorial. Y también, cómo no, a los puestos del mercado de Mar Negro. Un mercado que, dicho sea de paso, me pilla a solo cuatro manzanas de casa.

Pero en lugar de hacer lo propio, lo cabal según mi escala de valores, el tedio y el cansancio acumulado me nublan el juicio hasta el punto de moverme de garaje en garaje en mi mismo taxi: de mi casa a la gran superficie comercial sin que las huellas de mis zapatos pisen siquiera la calle.

"Luego pago, todo junto, y es en ese instante, en el bip, bip de los códigos de barras, donde caigo en la cuenta de lo aséptico, mecánico y triste que se ha vuelto todo"

Me pilla un poco más lejos que el mercado, pero voy sentado en mi taxi, y hay carros justo donde aparco, y escaleras mecánicas en todas las plantas, y una música ambiental que amortigua las voces de dentro. Y, una vez accedo, tengo todo lo que necesito (y lo que no creía necesitar, pero acabo comprando) al alcance de la mano.

Desde bombillas hasta pañales para mi hija. Desde merluza congelada hasta galletas con forma de animales, o limas de uñas en un paquete de tres, o bolsas de basura perfumadas, o cartuchos de tinta para la impresora, o la última novela de Pérez-Reverte (decepcionante, por cierto). Y acabo comprando carne en bandejas retractiladas sin pensar si el corte o el tamaño se amoldan a lo que busco. Y acabo comprando pizzas precocinadas en cajas de cartón. Y acabo comprando un ramo de flores de plástico a juego con las cortinas.

Luego pago, todo junto, y es en ese instante, en el bip, bip de los códigos de barras, donde caigo en la cuenta de lo aséptico, mecánico y triste que se ha vuelto todo. No he mirado a nadie a los ojos ni he cruzado un simple “hola, ¿qué tal?” ni hubo contacto al pagar: metí yo la tarjeta en la ranura. Y me llegan noticias del cierre del mercado de Mar Negro y, claro, me apeno y me odio aún más. Cerró por mi culpa.

 

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